sábado, 31 de enero de 2015

Codependencia, Dependencia e Independencia


Codependencia
La codependencia es una condición psicológica en la cual alguien manifiesta una excesiva, y a menudo inapropiada, preocupación por las dificultades de alguien más o un grupo de personas.

Características de la persona codependiente

El codependiente suele olvidarse de sí mismo para centrarse en los problemas del otro (su pareja, un familiar, un amigo, etc), es por eso que es muy común que se relacione con gente "problemática", justamente para poder rescatarla y crear de este modo un lazo que los una. Así es como el codependiente, al preocuparse por el otro, olvida sus propias necesidades y cuando la otra persona no responde como el codependiente espera, éste se frustra, se deprime e intenta controlarlo aún más. Con su constante ayuda, el codependiente busca generar, en el otro, la necesidad de su presencia, y al sentirse necesitado cree que de este modo nunca lo van a abandonar.




Es muy común que en una relación, el codependiente no pueda poner límites y sencillamente todo lo perdone, a pesar de que la otra persona llegue a herirlo de manera deliberada, esto es simplemente porque el codependiente confunde la "obsesión" y "adicción" que siente por el otro con un inmenso amor que todo lo puede. Por ende, el codependiente es incapaz de alejarse por sí mismo de una relación enfermiza, por más insana que ésta sea, y es muy común que lleguen a pensar que más allá de esa persona se acaba el mundo, hasta que reconocen su condición psicológica y el codependiente decide hacer algo para cambiar la manera en que vive y así, terminar con la codependencia o no volver a generar su codependencia en otras personas o en futuras relaciones.



Descripción
La codependencia consiste en estar total o casi totalmente centrados en una persona, un lugar o en algo fuera de nosotros mismos. La codependencia se caracteriza por una negación inconsciente de nuestras emociones. La negación es una respuesta humana natural a situaciones a las que no podemos hacer frente o que no podemos permitirnos sentir. Generalmente se origina en la niñez (pero puede aparecer a cualquier edad), dentro de un ambiente familiar (o grupal) no sano. Es nuestra forma de protegernos.

Es un proceso inconsciente necesario para la supervivencia en determinadas circunstancias.

Un codependiente debe superar esta enfermedad psicológica para poder ser libre de elegir con quien relacionarse y, más aún, poner límites.

Tales conductas, (las de concentrarse en una persona o lugar fuera de nosotros) que bien pueden aminorar el conflicto y facilitar las tensiones dentro de la familia (o grupo) en el corto plazo, son contraproducentes a largo plazo, dado que, en este caso, el codependiente está realmente apoyando (“facilitando”) el comportamiento adictivo de la persona de la cual es codependiente (p. ej esposo alcohólico).

La codependencia también puede ser un conjunto de conductas de inadaptación, compulsión, aprendidas por los miembros de una familia (o grupo) a fin de sobrevivir en un ambiente que experimenta una gran tensión y pena emocional causada, por ejemplo, por el alcoholismo u otra adicción de un miembro de la familia, abuso sexual o de otro tipo de adicción o una enfermedad crónica de un familiar, o fuerzas externas a la familia, como la pobreza. También existen cuadros de codependencia en situaciones no extremas.

Algunos síntomas de la codependencia son: conducta controladora, desconfianza, perfeccionismo, evitar hablar de los sentimientos, problemas de intimidad, comportamiento protector, hipervigilancia o malestar físico debido a stress. A menudo la codependencia va acompañada por depresión, ya que el codependiente sucumbe ante sentimientos de frustración o tristeza extrema por su incapacidad de realizar cambios en la vida de la otra persona (o personas) y puede llegar también a producir ataques de pánico en quienes lo padecen.

Los individuos que sufren codependencia pueden buscar asistencia a través de varias terapias verbales, sin embargo pueden abandonarla cuando en el proceso descubren que los puede llevar a "dejar" al otro. puede recurrirse a terapia farmacológica para la depresión asociada. Además existen grupos para codependencia; algunos de estos son Codependientes anónimos (CoDA) y Al-Anon/Alateen o tambien un Grupo de 4° y 5° paso, los cuales están ambos basados en el modelo de 12 pasos creado por Alcohólicos Anónimos.

Se han escrito muchos libros sobre el tema de la Codependencia, incluyendo las obras de Melody Beattie, quien se ha vuelto uno de los portavoces de la industria de autoayuda para la codependencia. También es autora de Codependent No More entre otros muchos volúmenes. Sin embargo, cabe advertir que no todos los profesionales de la salud mental son de la misma opinión acerca de la co-dependencia o sus métodos normales de tratamiento. Katz & Liu, en The Codependency Conspiracy: How to Break the Recovery Habit and Take Charge of Your Life,establecen que la co-dependencia está sobre-diagnosticada, y que mucha gente que podría ser auxiliada con tratamientos de más corto plazo, en cambio se vuelven dependientes de programas de auto-ayuda a largo plazo.

Dependencia
La Dependencia personal es la incapacidad funcional para el desarrollo de actividades de la vida diaria y por requerir ayuda para su realización. Una persona dependiente es aquella que no puede valerse por sí misma y necesita asistencia.

Características de la dependencia personal

Para establecer la calificación de personas dependientes deben estar en una situación o grado lo suficientemente notable o elevado de discapacidad y disfuncionalidad como para necesitar al concurso, la intervención en forma de ayuda, auxilio, soporte y cuidado personal por terceros, bien de su familia o bien la la asistencia de servicios sociales. Hay diferentes grados y cualificaciones de la dependencia, así como diversos ámbitos en los que puede manifestarse (dependencia física, dependencia mental, dependencia psicológica, dependencia económica,dependencia social, dependencia cultural). Existen diversos grados y escalas de calificación de la dependencia.

Las personas dependientes se caracterizan por la perdida no la no adquisición de habilidades funcionales, que se definen como el conjunto de destrezas que se requieren para llevar una vida independiente y que poseen las personas que se desenvuelven por sí mismas en su entorno próximo.

El Consejo de Europa en el Libro Blanco de la Dependencia define dependencia como "la necesidad de ayuda o asistencia importante para las actividades de la vida cotidiana", o, más concretamente, como "un estado en el que se encuentran las personas que, por razones ligadas a la falta o la pérdida de autonomía física, psíquica o intelectual, tienen necesidad de asistencia o ayudas importantes a fin de realizar los actos corrientes de la vida diaria y, de modo particular, los referentes al cuidado personal".

Dependencia e independencia afectivas

En las relaciones humanas, el afecto es un factor esencial, ya que constituye el tono vital o la actitud general, bien de atracción o de repulsa, que mostramos hacia el prójimo.

Cuando el afecto que sentimos hacía otra persona está asociado con el agrado y el placer, hablamos de cariño, sentimiento que, en su grado superior, constituiría el amor.

El vínculo del cariño incita a adoptar una determinada conducta de acercamiento hacía la persona querida. Aparece una cierta necesidad de aproximación a través del seguimiento, llamada, búsqueda y apego. Tal necesidad se ve satisfecha cuando se está en compañía del ser querido y se disfruta de una comunicación recíproca.

Paralelamente aparece una conducta de mantenimiento, constituida sobre todo por actos de ternura y consideración que hacen perdurar el lazo afectivo.

En condiciones normales aprendemos a ser afectuosos desde la infancia, a través del cariño que recibimos de los padres, complementado con el de hermanos y demás familiares, así como del ejemplo que observamos entre los adultos. Cuando el ambiente familiar es favorable, la personalidad se desarrolla con una positiva actitud de cariño, afecto y confianza.

Para que una persona pueda establecer un vínculo afectivo auténtico con alguien, es necesario que posea una capacidad para la autoestima, para el cariño hacía sí mismo. Cuando tiene su medida justa se dice que posee el narcisismo normal. Los niños fomentan su autoestima cuando reciben cariño de sus protectores y hacen de ello una necesidad esencial. Las recompensas afectuosas y las amenazas con retirárselo ejercen una gran influencia en la educación infantil.

Con la madurez, la persona deriva gradualmente sus afectos y autoestima hacia otras posibilidades sustitutivas. Llega, así, a la independencia afectiva, pues sabe dosificar sus necesidades de ser querido y sus ansias de querer en la cantidad adecuada y precisa, acorde a las circunstancias. Sabe tolerar las frustraciones y renunciar a la gratificación cuando es necesario, sin desestabilizar su ánimo por ello.

Por el contrario, la persona afectivamente inmadura precisa en todo momento querer y ser querida. Es más frecuente lo segundo, ya que el inmaduro es débil, inseguro y deseoso de protección. Lo que es una necesidad natural puede transformarse en necesidad imperiosa y vital.

Aparece, entonces, la dependencia afectiva. Cuando una persona desarrolla su afectividad en el terreno de la dependencia, pierde su libertad. Es incapaz de disfrutar de su vida afectiva pues mantiene una angustia latente, y a veces manifiesta, por el miedo a perder el afecto de los demás. Puede llegar a ser ambiciosa y egoísta en el terreno del amor y el cariño, entorpeciendo de esta manera las relaciones interpersonales normales.

No es raro encontrar matrimonios y parejas de novios cuya relación amorosa se halla profundamente deteriorada por una dependencia afectiva poco sana. Lo que sería un intercambio libre de afecto, se transforma en ellos en una necesidad obsesiva, en una constante exigencia de cariño y atención que llega a «asfixiar» al compañero. Con frecuencia, en este tipo de relación, aparecen los celos como fruto de una inseguridad en sí mismo y falta de confianza en el otro.

El auténtico cariño debe estar libre de exigencias impositivas y fundamentado en el respeto al ser amado. Un afecto conseguido de manera forzada y carente de espontaneidad, ineludiblemente, tenderá a agotarse y correrá el peligro de transformarse en rechazo, al ser obligatorio.

Fuente:http://patriciaochoa.jimdo.com/codependencia-dependencia-e-independencia/

jueves, 29 de enero de 2015

Como dejar de ser un Neurótico


Como dijo Freud todos somos “neuróticos”, es decir todos tenemos algún grado de incapacidad para que nos dure mucho la felicidad, alguna forma de incapacidad para disfrutar plenamente de las maravillas que el hecho de estar vivos nos ofrece. Nos hemos hecho especialistas en estar siempre preocupados o super preocupado por algo hasta el punto que, si un día estas tranquilo y relajado, parece que te falta algo o que estás haciendo algo malo. Somos expertos en complicarnos la vida y algunos más que otros, también en maltratar su cuerpo con excesos de comida, bebida u otras sustancias, etc. He aquí algunas directrices para tratar de salir de aquí:

1.- Sea lo que sea lo que haya que hacer, has de hacerlo tú sólo. Te pueden ayudar determinadas personas, actividades, conocimientos, incluso medicamentos, pero eso, ayudar,  el resto has de ponerlo tú si quieres lograr un cambio definitivo y estable para mejor.

Muchos de nuestros procesos mentales así como muchos de nuestros actos se han convertido en hábitos por repetición y por ello la tarea de poner voluntad en repetir algo distinto hasta que acabe siendo un hábito más productivo que sustituya al anterior, es algo que nadie puede hacer por ti. Y los cambios aunque alguna vez “caen del cielo” es mucho más probable conseguirlo actuando tú, que esperando una solución externa a ti. Evidentemente necesitarás un motivo y ganas antes de nada.

2.- Has de hacerte responsable de ti mismo completamente. Ser consciente de que eres el único responsable de tus actos, de tus pensamientos, de tus éxitos y de tus fracasos. Proponerte que se acabó echar la culpa de tus problemas a la sociedad, a tu jefe, a tu infancia, a la educación, a tus amigos, pareja, familia, al destino, a tu mala salud, etc. No. Trata de ser lo suficientemente valiente para dejar de acusar a los demás, dejar de enfocarte en causas que están fuera de ti y de tu control y trata de empezar a entender que tú eres el que ejecuta tus acciones y por ello eres el responsable de sus consecuencias. Para empezar a coger las riendas de tu vida reconoce que eres el que decide que palabras dices y el responsable de sus efectos, el que decide que hacer o dejar de hacer, que aprender o no aprender, en quien apoyarte o confiar, y por supuesto el responsable único de todas las consecuencias que cada uno de tus movimientos por pequeños que sean, conllevan. Está claro que es más cómodo poner la responsabilidad de tus problemas en algo externo a ti, pero esto es un callejón sin salida. En realidad esta auto-responsabilidad absoluta y completa es la base de tu libertad, eres más libre en la medida que eres más responsable de tu vida. Será normal que te equivoques bastantes veces y asumas esas consecuencias pues será muy beneficioso en tu aprendizaje continuado.

3.- Comprende y graba bien en tu inconsciente que no pasa nada si te equivocas. Bueno claro que pasa, que da rabia, fastidia tenerlo que repetir, no quedar genial, etc. pero no pasa nada importante. No hay nada malo en equivocarse, es un  proceso natural del ser humano, pues sino serías más perfecto que una máquina, aunque también ellas fallan, tendrías que ser un dios como mínimo para no fallar jamás. Hay errores más o menos agobiantes, pero te responsabilizas de ellos hasta sus últimas consecuencias y ya está, no dejan de ser errores, es de humanos equivocarse y normal. Se trata de que asumas que no has fracasado, que no eres un inútil, un ser inferior, y en realidad todo lo que sabes lo has ido aprendiendo a través de un proceso de ensayo-error que es el modelo natural de aprendizaje que te lleva al ensayo-acierto. Por cierto, también ese es el modelo experimental  básico en la Ciencia. Es un juego, no un juicio final. Si te equivocaste de trabajo busca otro, de pareja pues te separas, si hiciste algo mal con tu hijo, vecino, amigo, padre, en cuanto te des cuenta lo aceptas y lo arreglas y si hace falta pedir perdón hazlo veras que a gusto te quedas. Sin tanto drama. Nos hemos vuelto excesivamente dramáticos.

Las cosas tienen la importancia que se las quiera dar. Todas estas cosas son lo más normal del mundo, pero no se sabe porque lo convertimos en algo vergonzoso y o imperdonable. ¿De verdad es tal el fracaso o tan grave o en realidad deberíamos hacer una fiesta para celebrar todo lo que hemos aprendido? Todo esto independientemente de la reacción de los demás, tú te haces cargo de ti mismo, nada más, y cada uno de lo suyo. Por cierto, si no te perdonan o te odian para siempre eso forma parte de ellos, de sus decisiones, criterios, aciertos o errores, broncas, pero a ti a partir de ahí, el asunto ya no te concierne. Eres falible y eficaz, libre de cambiar de opinión, de trabajo, de religión y de lo que quieras cuantas veces quieras. Lo haces para mejor, o eso crees en ese momento y es lo que cuenta. Y si luego decides volver para atrás, pues vuelves, sabiendo que nunca has perdido el tiempo, pues necesitabas ese ir adelante y  atrás para aprender o entender algo.

 4.- Se muy consciente de que la verdad es que nadie va a juzgarte. Si tú eres en este mundo el mayor especialista en ti mismo, el que más sabe de ti, es absolutamente absurdo pensar que cualquier otro ser humano que no seas tú esté capacitado para juzgarte. Tendría que ser un ser superior a todos los demás humanos, en todos los aspectos para poder ser juez de alguien, y me parece que alguien así no existe. Que lo hagan, que la gente te juzgue, opine sobre ti, te condene, te idolatre, es otra historia, cada uno puede hacer lo que quiera, pero el hecho es que en realidad su juicio no tiene absolutamente ningún valor de ningún tipo, es solo una opinión particular, un concepto personal. No es nada importante ni definitivo en tu vida, ni puede tener peso alguno sobre tus decisiones y tus actos, a no ser que tú decidas dárselo considerando que tu  vida debe ser regida por lo que los otros te digan, por supuesto que puedes hacerlo así si lo deseas y si tan poco confías en ti y tanto en los demás no pasa nada, sigue siendo tu decisión, pero ya sabes, habrás de responsabilizarte de ella, y si sale mal, el responsable sigues siendo tú que elegiste fiarte, obedecer o dejarte llevar, recuerda que es inútil que trates de culpar a nadie, decidieron por ti sin obligarte, fuiste tú el que les dejaste, el que tomaste la decisión de seguir su criterio y no el tuyo.

Tú eres tu único juez, solo tú sabes qué y por qué has hecho lo hecho y si no te gusta lo arreglas y lo cambias, y si sí te gusta, independientemente de que tengas a todos en tu contra, pues tú verás. Cuando Copérnico dijo que la tierra era redonda y no plana, fue el ser más odiado del planeta, pero ni siquiera un gran número de personas en tu contra ha de ser el argumento que te haga cambiar tu opinión. Si alguien te juzga es ese alguien quien tiene un problema: el de meterse donde no le llaman, o el de creerse más que los demás, o el de creer que su opinión le importa a alguien o el de buscarse ese tipo de  distracciones para no mirarse a sí mismo. Lo que deberían hacer esas personas es mirarse el ombligo (así mismo), pero no eres tú quien ha de hacérselo ver, tu bastante tienes con lo tuyo como para ir por ahí dando lecciones no pedidas, tendrán que aprenderlo  por sí mismos, así funciona.

Te juzguen para bien o para mal, todo sigue igual, solo tú tienes el poder de hacerles caso. Ya está. Eso es todo. Te han juzgado  pues están muy convencidos de que es su obligación y su derecho. ¿Y? ¿Piensas vivir agobiado pensando en esos poderosos seres juiciosos y sus juiciosos juicios? Aprendiste a preocuparte en exceso con este asunto de la opinión de los demás y ahora tú puedes, si así lo deseas, situarlo en su valor real para tu vida: cero. Si tus compañeros creen que eres bobo, tu pareja te subestima, o tu padre no te valora, etc. recuerda que es su problema, su criterio, su responsabilidad. Y la tuya es darle al asunto la importancia que tu decidas pues ninguna otra es real para ti. Puedes también utilizarlo como autocrítica constructiva, para tomar nota de datos objetivos sobre ti que quizás te cuesta ver, pero para bien, nunca para fustigarte, para retarte a ti mismo y tratar de mejorarte y superarte porque a  ti te apetece hacerlo. 

Si decides que ellos tienen razón, que eres lo peor y que esto es el fin del mundo y motivo para limpiar tú eterna desdicha por tus carencias y defectos, así será, no pasa nada, vivirás sufriente porque tú quieres. Si decides que sería precioso que la gente te viera de otra manera pero que esto es lo que hay, y que vas a soltar la piedra en vez de llevarla para siempre en la mochila, así será. En cualquier caso es tu decisión, y por el hecho de ser tuya, personal, está bien. Nadie puede obligarte a estar mejor si tú no quieres, pueden desearlo pero no tienen derecho a imponerte tampoco el bienestar. En realidad nadie te va a juzgar, que lo hagan continuamente es irreal para ti y si decides que no te va a afectar, será sólo un concepto, una idea, se la llevará el viento. Ya que tú eres tu único juez, júzgate con calma y magnanimidad, arregla lo que esté mal, felicítate por lo que esté bien y sigue siendo el aprendiz de sabio que en realidad eres. Déjate ya de culpas, durezas y castigos. Ya no estamos en la Edad Media. Si consigues ir controlando el miedo al rechazo por tus errores cometidos y que seguirás cometiendo mientras vivas pues así es tu condición de humano, tus auto-juicios serán tu guía serena, genial y genuina y tus errores tus mejores maestros.

 5.- Se consciente que no tienes nada que demostrar a nadie. Excepto a ti mismo. ¿Te imaginas que agobio que siendo ya mayor descubras que has estado toda tu vida haciendo algo que no quieres solo por demostrarle a alguien que eras capaz de hacerlo? Es tu vida, es sólo una, haz lo que quieras y verás cómo sin saber cómo lo hiciste, todo habrá salido bien, habrá algunos más orgullosos de ti de lo que jamás imaginaste, y todo por haber vivido con autenticidad y valentía respecto a ti mismo y a lo que entendiste que tu vida debía ser y no para encontrar desesperadamente aprobación y apoyo.

 6.- No des a nadie más poder sobre tu vida y tus decisiones que el que te das a ti mismo. Acostúmbrate a confiar en ti más que en nadie, por muy superior en edad, conocimientos o experiencias que sean los demás, a la hora de tomar las decisiones. Puedes dejarte aconsejar, informar, animar o lo contrario, pero después, estás solo contigo mismo. Recuerda que solo tú sabes lo que deseas y lo que necesitas en cada momento, y que  eres el que más probabilidades tiene de acertar. Procura observar que no haya nadie en tu vida en quien descansa tu felicidad, tu sensación de estar completo, que no hayas puesto en  nadie  tu paz y tu poder más que en ti mismo. Si consigues ir dando cada vez menos importancia al dolor que se siente cuando las personas en las que te solías apoyar ya no son tu clon, y ya no coinciden contigo en todo, asumiendo que si ocurriera así seríais una sola persona y no dos, irás siendo cada vez más fuerte. Ese dolor es momentáneo, esa sensación de vacío es necesaria. Si asumieras todos sus consejos acabarías viviendo su vida y no la tuya. Si te faltara esa persona tu vida dejaría de tener sentido. A veces más que amor, este poner a alguien por delante de tu propia vida, no es más que una forma de cobardía para no hacerte cargo al cien por cien de ti mismo. Recuerda que has de responsabilizarte de todos y cada uno de los errores que cometas y que saberlo te ayuda a estar alerta para cometer los menos o menos gordos posibles.

7.- Salte del modelo de competencia. Este modelo que inicialmente se implantó a nivel empresarial, saltó luego sin que se sepa muy bien cómo, a formar parte de todos los ámbitos de la vida y ahora nos tiene condicionados a muchos  niveles haciéndonos vivir pendientes de los demás y en continuo proceso de comparación. Date cuenta de cómo a la sociedad se le ha ido de las manos y tú pagas la factura. Tus hijos han de sacar mejores notas en el colegio que otros para que tú te sientas bien, has de ser más delgado, bello y rico que los otros, más listo, tienes que tener casa,  coche o las cosas que todo el mundo tiene y a ser posible mejores y esto se ha convertido en la ley social que si  no logras te hará sentir inferior. Los muy competitivos lo logran pero a base de no vivir y los no competitivos ni lo intentan sintiéndose fracasados por antelación. El caso es que ganar en todas las áreas de la vida es absolutamente irrealizable y es la base de una gran cantidad de malestar psicológico individual. Siempre habrá niños más listos que los tuyos, gente más guapa y más rica que tú y si te pasas el día comparándote, has encontrado la perfecta manera de ser un desgraciado perdedor.

La comparación  que solemos practicar es siempre la de compararnos con los que están mejor pues si te fijas nunca te comparas con el de abajo pues eso no tiene sentido. A sufrir pues. Además nunca llegarás, ya que por mucho que mejores siempre habrá alguien mejor. Tiene su parte de muy absurdo pues si cada uno es diferente, si cada persona es un ser humano único e irrepetible que jamás hasta ahora ha existido ni volverá a existir sobre la faz de esta tierra, solo se podría comparar consigo mismo. De otra manera siempre estarás comparando sandias con melones. Salte. Si te comparas hazlo con ambos extremos, para ser consciente que estás mejor que unos y peor que otros, así el proceso de la comparación sería un poquito menos absurdo. La competencia, lo suyo es hacerlo con uno mismo. Ser consciente de tus fortalezas y no parar de desarrollarlas, y ser consciente de tus puntos flacos y tratar de irlos mejorando. Ahí sí que puedes llegar lejos. Y nunca pierdes. Buena motivación. En realidad, las personas que han triunfado, las empresas que se han hecho millonarias, lo han hecho por sus diferencias, por hacer algo distinto y original, no por borreguear, ni por auto-deprimirse y auto-flagelarse. Han explotado sus diferencias, su individualidad. Compite solamente contigo mismo, disfruta de tus fortalezas y mejora tus debilidades. Reconoce tu individualidad e irrepetibilidad  y explota tus diferencias. Observa y corta en cada ocasión en que los pilles, todos los procesos de este calibre que salen de tu mente ante determinadas situaciones y que te acaban llevando a la desmotivación y la desilusión


Se feliz con lo que tienes mientras obtienes lo que quieres.



Fuente:http://alex-psicoclinica.blogspot.mx/2013/10/como-dejar-de-ser-un-neurotico.html?m=1

El Vinculo Codependiente en el Hombre


Desde la perspectiva de la teoría psicoanalítica y de las configuraciones vinculares los dinamismos patológicos del vínculo que establece el hombre codependiente con su pareja. Se intenta describir como debido al déficit narcisista durante la infancia se estructura un yo débil, voluble y dependiente en estos hombres que complica sus posibilidades de relaciones sanas con las mujeres.



Al dar fuego a los hombres, Prometeo los libera definitivamente de la dependencia divina.

"La codependencia es una condición específica que se caracteriza por una preocupación y una dependencia excesivas (emocional, social y a veces física), de una persona, lugar u objeto. Eventualmente el depender tanto de otra persona se convierte en una condición patológica que afecta al codependiente en sus relaciones con todas las demás personas”.

Amar en exceso es peligroso. No sólo es perjudicial para la persona que ama sino también para el que está siendo amado. Al igual que una droga, esta adicción elimina la capacidad de elección y la propia identidad. Por adicción se entiende algo compulsivo (que no se puede detener) y narcotizante (que no responde a la razón). Pero, como vemos en estos casos, no siempre la adicción requiere de una sustancia, puede ser de conductas también. Si bien es cierto, que el uso del término de codependencia o codependiente, se ha circunscrito al ámbito de las adicciones y más recientemente, a las dependencias relacionales dentro de las parejas, precisaría que: “el o la codependiente, es aquella persona que sufre de ansiedades, tristeza, enojo, confusión mental y trastornos psicosomáticos entre otros, debido a una fuerte dependencia emocional y vida conflictiva con el enfermo adicto. Ahora bien, el padecimiento se ha extendido ya que la codependencia abarca tanto a los que se relacionan con los que usan cualquier tipo de sustancia  tóxica al organismo, como a los que se vinculan con personas que presentan algunas tendencias obsesiva-compulsivas al trabajo, al juego o a las compras, al sexo, ante la comida y que tienden a relacionarse con los “adictos” a las relaciones destructivas”.

Ahora bien, tendría que mencionar que tanto a nivel de los tratamientos individuales como en los grupales, la atención a los hombres es menor debido a que el malestar psicológico en los hombres no está valido por cuestiones socioculturales y de género, y justamente, cuando estos se presentan a consulta, sufren por lo general, en algunas de sus facetas de lo que se ha dado en llamar “codependencia”.

Según la literatura especializada sobresalen en las personas codependiente:

1.- La presencia de disturbios emocionales expresados en fragilidad yoica, dependencia emocional y sentimientos de ansiedad, enojo y tristeza.
2.- Daño narcisista reflejado en baja  autoestima, sentimiento persistente de vacío, temor al abandono y fuerte necesidad de reconocimiento externo.
3.- Dificultades en las relaciones interpersonales por la dificultad en marcar límites, la aceptación de conductas destructivas y de maltrato físico y psicológico y por ser aferrados(as), celosos(as) y controladores(as).

Curiosamente, si tomamos en cuenta el párrafo anterior, a la consulta no llegan los hombres por fragilidad yoica, llegan por ser explosivos, distantes o egoístas con sus parejas. Ninguno osa tan fácilmente como es el caso de las mujeres, de padecer una baja autoestima, para nada, por el contrario, esgrimen desplantes de que todo marcha bien, poco sufren de vacíos emocionales ya que generalmente “se curan” la inseguridad y sus pesares a través de la prepotencia, la tendencias a la impulsividad, mediante la evasión con amigos, “el trabajo”, el alcohol y la sexualización de los vínculos. A donde voy con estas observaciones, a que no se diagnostica y/o se trata tan fácilmente en la consulta con hombres, y se requiere una mejor revisión para su dx de codependencia.

Son múltiples los autores que encuentran en el seno familiar disfuncional, los factores determinantes que predisponen el desarrollo de la conducta o personalidad codependiente.

Perfil del hombre codependiente: Cuenta en estas familias una niñez triste, enfermedad psicológica en los padres, fuertes  y continuos traumas que incluyen abandono afectivo, separaciones múltiples, divorcio, maltrato físico, psicológico y abuso sexual en la familia, prácticas de crianza violentas y erráticas,  problemas de uso de alcohol y drogas en sus miembros y familiares que ya padecen de y/o actúan los patrones codependiente. Asimismo frecuentemente hallamos padres violentos y distantes, madres abandonadoras  y sometidas, hecho que hace que el niño(a) no tenga de donde “agarrarse” y/o nutrirse afectivamente.  “se identifica en los dependientes mórbidos, datos clínicos en donde describe que estos están “compelidos a una total entrega”, poseen una intensa “ansia de encontrar unidad a través del fundirse con un compañero” y tienden a “perderse en el otro” (Horney). Aclarando que conductualmente estos impulsos tienden a caracterizar la parasitación, las relaciones simbióticas, la auto-destructividad y la necesidad de aprobación externa.

Horney teoriza que la dependencia mórbida se desarrolla en el niño como una defensa contra la influencia parental adversa que se expresa a través de la coerción, la impredecibilidad, la intimidación, actuaciones de dominación, sobreprotección y la indiferencia materna-paterna o ambas, condiciones estas que exacerban la inseguridad, el aislamiento y el miedo en el niño.  Como resultado el niño sufre una pérdida en la habilidad para expresar sus deseos y la fortaleza interna para determinar su propia vida.

Por su parte Cermak ha planteado una relación entre codependencia y el desarrollo del narcisismo (de la autoestima). “la codependencia y el narcisismo surgen en la niñez temprana durante la fase simbiótica del desarrollo e impiden la progresión a la fase de separación-individuación. Ambos tipos de rasgos representan procesos de “espejeo” defectuosos: las personas narcisistas se relacionan buscando aspectos de ellos mismos en los otros. Los codependientes, también buscan relacionarse con otros para ser espejeados.  En ese sentido el origen de la codependencia y el narcisismo involucran defectos en el espejeo, en este caso, por parte de los padres”.

Cuando se han vinculado con quienes se han posicionado en la filosofía de vida de que “el hombre es el proveedor”, indicio de que hombres “muy proveedores”, también pueden ser “muy codependientes”. Muchos hombres en la actualidad, presionados psicológica y socialmente por el ideal masculino de protección y bienestar familiar, se acostumbran y se convencen de que “ellos son los que dan”, cueste los que cueste (infartos al miocardio, trastornos gastrointestinales,  insomnio, disfunciones sexuales, entre otras) y por ser “dependientes-activos” tienen dificultades para recibir y de invertir esta tendencia. Presentan una hepertolerancia al desgaste físico y emocional y tratando de ser “buenos”, son “adictos al trabajo”, son excelentes esposos, papás y extensivamente buenos hijos y hermanos, pero son adictos, son dependientes.

En el ámbito de la familia, los hombres codependiente suelen ser padres controladores y ver a sus hijos(as) como una extensión de ellos, por tanto se empecinan en querer decidir  lo que es mejor para ellos(as) (que deben estudiar, como deben vestir, de quién se deben enamorar, con quién se deben relacionar). Como resultado de este tipo de crianza observamos posteriormente rebeldía adolescente, adultos inseguros y devaluados o coraje reprimido, el cual se puede manifestar en comportamientos auto destructivos, que muchas veces lleva a que el hijo(a) sea pasivo-dependiente, reedite patrones codependientes en su vida adulta o desarrolle un trastorno adictivo y codependiente, entre otros padecimientos psicológicos.

Por otro lado, debido a sus rasgos pasivos y devaluados, cuando un hijo(as) está “activo(a)” en la adicción, al padre codependientes se le complica diferenciar su función paterna, de actitudes codependientes, por lo que en ocasiones confunden el rol de apoyo psicológico necesario, con sobreprotección, o se previenen de no caer en codependencia, descuidando (evitando) sus funciones. Así están: “los que no meten la mano” y los que  “se hacen de la vista gorda” ante las adicciones, delegando toda la responsabilidad de la crianza en la madre u otros parientes cercanos. Posteriormente, si la persona tiene mucho resentimiento debido a la sobreprotección de los padres, visualizará en su cónyuge a una persona que desea controlarlo, lo cual lo llevará a dificultades para la intimidad en la relación. Por otro lado, pueden apegarse también excesivamente a cualquier persona que les brinde amor, o lo que ellos piensan que puede ser el amor. Por otro lado, he visto personas irse al otro extremo, al no haber tenido amor llegan a temerle y viven la vida evitando involucrarse en relaciones sentimentales.

Ahora bien, esto sería lo sano. En la práctica, muchas madres no permiten crecer e independizarse emocionalmente a sus hijos, sino que, por sus propias y enormes carencias, cultivan una agobiante influencia sobre ellos, a los que se aferran desesperadamente. Entre estas madres, las más destructivas son las que, padeciendo severos trastornos neuróticos, o a veces incluso bordeando la psicosis, abusan psicoafectivamente de sus hijos o más comúnmente de alguno de ellos con todas las variantes del dominio, la sobreprotección, la manipulación, la invasión, las quejas sin fin, las insidias y comadreos familiares, la crítica, el desprecio, las agresiones verbales, el chantaje, la intimidación, la culpabilización, etc. Esto las convierte en verdaderas "vampiras" de sus hijos, a los que, como esas lianas selváticas que ahogan a los árboles, confunden, paralizan y debilitan sin remedio. Los hijos, por eso mismo, son extremadamente dependientes e incapaces de alejarse de estas madres tóxicas, a las que odian tan profundamente como, a la vez, se culpabilizan por ello. Tanto dolor, generalmente negado (reprimido), lo expresarán entonces mediante complejos síntomas neuróticos (ansiedades, depresiones, adicciones, trastornos alimentarios y de personalidad, autoagresiones). Y cuando este vínculo patológico, esta horrible simbiosis madre-hijo/a (que a menudo es confundida socialmente con un ejemplar "amor de madre" es máxima e insoportable ya desde la primera infancia, puede generar problemas psicóticos. El padre, en estos casos, suele asumir dos papeles básicos. O bien es una figura ciega, indiferente o pasiva ante los abusos de la madre (ya que, en realidad, él mismo es otra de sus víctimas). O bien es cómplice de tales abusos y forma una alianza destructiva con la mujer. En este segundo caso, los trastornos del hijo/a son, obviamente, mayores, pues no encuentra refugio emocional en ninguno de ambos progenitores.

Pasando al rubro de cómo se configura la infidelidad en los vínculos de pareja, pareciera que los hombres, desde sus historias de maltrato y abandono infantil, no están carentes de afecto, a ellos solo “les gana la hormona”, sin embargo, frecuentemente relacionado a sus búsquedas de intimidad con la primera mujer que se les ponga enfrente, observamos un mero aferramiento y un ego hambriento de afecto, como es el caso de las mujeres codependientes. Ya en el matrimonio, buscan una cónyuge critica o severa  o adoptan el rol de perseguidor y demandante de atenciones y fidelidad. También pueden apegarse a parejas que le manifiesten y demuestren, casi incondicionalmente, admiración u aprobación o sea que, se da un encuentro de narcisismos maltrechos, por necesidad de resarcir autoestimas vulneradas. Ahora bien, las dificultades que tiene el hombre codependiente de intimidad, de poder comprometerse con la pareja y tener la fortaleza de consolidar un proyecto creativo adulto,  se debe a que el ideal de mujer para un hombre que es codependiente,  es una mujer rescatadora., cosa que hace que estos hombres se desilusiones rápidamente de sus parejas y regresen con su amantes, con sus mamás o se protejan del compromiso a través del “donjuanismo”.

En la clínica con las parejas evidenciamos igualmente en los vínculos codependientes, la presencia del imaginario “tú y yo somos uno”, con la negación y desconocimiento de la “ajenidad del otro”,  “la diferencia” del cónyuge. La consecuente patología, es generadora de insatisfacción en las parejas, aun siendo estas funcionales en muchos aspectos, sumergiéndose estas en el reproche “porque el otro tiene vida privada”, gestándose vivencias de atrapamiento, miedo al estar solo y de empobrecimiento vincular debido a necesidades de sometimiento y control en uno y las vivencias del abuso, por parte del otro.

Desde esta perspectiva vincular actual, impera un “imaginario radical”, expresado en la necesidad de la pareja unida “hasta que la muerte los separe”, representada en la poesía, en los medios masivos de comunicación (novelas y revistas) y en la música romántica, donde los cantantes tocan con su estribillo lastimero los “huesos” de la codependencia en el hombre, en la cual ofrece un discurso y modelo que exalta la identificación, la idealización y la complementariedad. No hay espacio mental para el reconocimiento y menos para la aceptación y procesamiento de la diferencia y la ajenidad. De allí, las grandes ansiedades y dificultades para la terminación de estos vínculos o las conductas fallidas de control, búsqueda y/o expresión de amor a  través de los celos.

En consulta, el  vínculo codependiente patológico dificulta la toma de conciencia en los miembros de la pareja en cuanto al deterioro y el pronóstico pobre sobre su situación.  Al explorar más detenidamente estas resistencias,  a menudo se encuentra que buscan soluciones rápidas y cambios en el afuera; no se adhieren al tratamiento, ni siguen las indicaciones psicológicas, adoptando comúnmente actitudes de manipulación a través de cuadros psicosomático, en este grupo están los codependientes cardiacos-infartosos a la primera de cambio, los diabéticos-comatosos, débiles pero controladores y los nerviosos, pero obstinados y agresivos a fin de que no se aborde la simbiosis patológica (su codependencia), no se toquen las fallas expresadas en incomunicación, agresión física y verbal, actos de infidelidad, atentado a las normas familiares, pérdida de los límites y la autoridad, entre otros.

Existen también los trastornos duales en los codependientes y un subtipo clínico sociopático caracterizado por parasitismo, búsqueda de sensaciones a través de las drogas, el juego y las mujeres, manipulación sistemática, egoísmo y egocentrismo, que se expresa a través de la violencia doméstica al instaurar un aislamiento social progresivo hacia la pareja, intimidación y/o coerción económica hacia la pareja. Algo que es importante destacar dentro de la atención al codependiente , es el hecho de que la comprensión del problema por parte del afectado no equivale a querer solucionarlo, ya que lo que determina el vínculo es la indolencia en estas personas. La actitud indolente es clave, como también el pensamiento mágico (omnipotente) que los escuda del dolor, ya que al sujeto parece no dolerle o importarle el sufrimiento al existir una fuerte negación del problema, un mecanismo irracional o racionalizador para justificar su comportamiento “se que esta relación está mal, pero no la puedo dejar y prefiero seguir con ella”. También existe una fuerte tendencia a repetir los mismos esquemas vinculares con sucesivas parejas, sobresaliendo una especie de fobia a la autonomía y la compulsión a la repetición de Freud, en estos hombres.

El vínculo patológico es, en fin, una especie de tiranía sadomasoquista ejercida inconscientemente por un verdugo sobre su víctima. Que en lo profundo, la víctima también extrae ciertos beneficios inconscientes de su sumisión y dependencial, la simbiosis tóxica es un "pacto secreto" entre dos seres igualmente inmaduros y desesperados. Y aunque la vida trunque inesperadamente este tipo de relación (con la muerte de la madre), todas las características neuróticas de la víctima permanecerán. Y quizá busque entonces, si no lo había hecho ya, una pareja con quien repetir una relación similar.

En tratamiento, muestran una actitud dependiente hacia el terapeuta a través de la postura del “dígame doctor”, situación que expresa una frecuente tendencia en los codependientes a abandonar el rol paternal en los terapeutas, las instituciones, en los “padrinos” o en el resto de la familia codependiente (abuelos, tíos, hermanos, etc.).  Abandonan también los tratamientos porque esperan cambios rápidos, casi mágicos y debido a que se mantienen en la indolencia de pronto en la contratransferencia provocan en los terapeutas impotencia, y hasta  indiferencia en muchos casos, situación ante la cual el terapeuta debe estar muy atento para darle el manejo adecuado.

Se supera el vínculo patológico haciéndose consciente de su dilema interior (por un lado, su sufrimiento y por otro, sus ventajas ocultas) y eligiendo entre ambos extremos. Y también cultivando todo aquello capaz de darle más autoestima, fuerza y autonomía (con ayuda de mejores trabajos, amistades, actividades, psicoterapias, proyectos, cambios de residencia, etc). Logrado ese crucial destete psíquico, su maduración podrá continuar.

“Si quieren  conocer a los hombres, díganle que les  hablen  de sus amores”. Jaime Sabines

“Toda relación amorosa que no produce paz, sino angustia o culpa, está impregnada de codependencia Ese tipo de amor patológico, de obsesión, es sumamente destructivo. Al no producir paz interior ni crecimiento espiritual, no lleva a la felicidad”.

Fuente:http://alex-psicoclinica.blogspot.mx/2014/09/el-vinculo-codependiente-en-el-hombre.html?m=1

El Ataque de Pánico

Los ataques de pánico son períodos en los que el individuo sufre de una manera súbita un intenso miedo o temor con una duración variable.

Los ataques de pánico y el trastorno de pánico son como una trampa (muy eficaz) en dos ámbitos fundamentales. En primer lugar, la trampa del que sufre una crisis consiste en creer que lo que está viviendo es peligroso (es decir, surgirá un ataque al corazón, un desmayo, se perderá la razón, se perderá el control) cuando realmente un ataque de pánico no presenta ningún peligro en absoluto. En segundo lugar, los afectados caen en la trampa de hacer cualquier cosa que creen que les ayudará a evitar las crisis cuando lo que realmente hacen es empeorar los ataques de pánico. Estas actividades incluyen comportamientos de evitación, tratando de controlar los ataques de pánico, luchando contra ellos, cayendo en supersticiones y rituales para evitar ataques de pánico y conseguir autoprotección. Es decir, lo que se hace para enfrentarse a los ataques de pánico termina por perpetuarlos, en la mayor parte de los casos

Causas

La causa se desconoce, aunque los genes pueden jugar un papel. Si un gemelo idéntico presenta este trastorno, el otro gemelo también presentará la afección en el 40% de las veces. Sin embargo, el trastorno de pánico a menudo ocurre cuando no hay ningún antecedente familiar.

El trastorno de pánico es dos veces más común en las mujeres que en los hombres. Los síntomas por lo general comienzan antes de los 25 años de edad, pero pueden ocurrir hacia los 35 años. Aunque el trastorno de pánico se puede presentar en niños, no suele diagnosticarse hasta que son mayores.

Síntomas

Como seres humanos nos enfrentamos a una amplia gama de emociones con diferentes grados de intensidad. El miedo es una emoción humana básica que ayudó a mantener a los seres humanos con vida a través de las edades.

Tenemos estructuras cerebrales diseñados para percibir las señales de peligro en el medio ambiente, los reflejos que advierten sobre posibles amenazas y para lograr la respuesta de lucha o huida.

Cuando están bajo estrés de su cuerpo va a experimentar cambios como la dilatación de las pupilas y aumento del ritmo cardíaco. El pánico es simplemente una forma extrema de miedo.

En un ataque de pánico hay un despertar repentino fisiológico, una reacción de estrés de todo el cuerpo a un estímulo que podría no estar presente incluso, malestar psicológico y el miedo. Un ataque de pánico se puede confundir con uno cardíaco.

Los ataques de pánico pueden incluir ansiedad respecto a estar en una situación donde un escape pueda ser difícil (como estar en una multitud o viajando en un auto o autobús).

Una persona con trastorno de pánico a menudo vive con miedo de otro ataque y puede sentir temor de estar sola o lejos de la ayuda médica.

Algunos de los síntomas que pueden indicar un ataque de pánico:
Palpitaciones, taquicardia
El exceso de sudoración
Temblores o sacudidas
Dificultad para respirar, sensación de asfixia
Sensación de ahogamiento
Dolor en el pecho
Náuseas, dolor abdominal
Mareos o vértigo
Sentimientos de des –personalización, separación e irrealidad
Miedo de perder el control
Temblor o estremecimiento
El miedo irracional de desmayos o de morir
Los ataques de pánico pueden durar entre 10 y 30 minutos.

Los ataques de pánico pueden cambiar el comportamiento y desempeño en el hogar, el trabajo o la escuela. Las personas con este trastorno a menudo sienten preocupación acerca de los efectos de sus ataques de pánico.

Las personas con trastorno de pánico pueden tener síntomas de:
Alcoholismo
Depresión
Drogadicción

Los ataques de pánico no se pueden predecir. Al menos en las primeras etapas del trastorno, no hay ningún desencadenante que comience el ataque. El recuerdo de un ataque pasado puede provocar ataques de pánico. Las personas que sufren de este trastorno a menudo temen otro ataque y que puede conducir a una discapacidad o limitación de la rutina diaria.  Estos temores pueden llevar a las personas hacia el aislamiento.

Tratamiento

El objetivo de la terapia es ayudarlo a desempeñarse bien durante la vida diaria. Una combinación de terapia cognitiva conductista (TCC) y medicamentos funciona mejor.

Los antidepresivos llamados ISRS (inhibidores selectivos de la recaptación de la serotonina) son los medicamentos más comúnmente recetados para el trastorno de pánico y abarcan:
Fluoxetina (Prozac)
Sertralina (Zoloft)
Paroxetina (Paxil)
Otros ISRS
Otros medicamentos que se pueden utilizar abarcan:
Otros tipos de antidepresivos, como los inhibidores de la recaptación de la norepinefrina (ISRN).
Anticonvulsivos para casos graves.
Las benzodiazepinas, entre ellas, diazepam (Valium), alprazolam (Xanax), clonazepam (Klonopin) y lorazepam (Ativan) se pueden usar por un corto tiempo.
Los inhibidores de la monoaminoxidasa (IMAO) sólo se emplean cuando los otros fármacos no funcionan, porque pueden tener efectos secundarios serios.

Sus síntomas deben mejorar lentamente durante unas cuantas semanas. Hable con su médico si esto no sucede. No deje de tomar sus medicamentos sin hablar con su médico.

La terapia cognitiva conductual le ayuda a entender sus comportamientos y cómo cambiarlos.

¿Qué hacer?

Entender y controlar puntos de vista distorsionados de estresantes en la vida, como el comportamiento de otras personas o los hechos de la vida.

Reconocer y reemplazar los pensamientos que causan pánico y disminuir la sensación de indefensión.
Manejar el estrés y relajarse cuando se presenten los síntomas.

Imaginar las cosas que causan la ansiedad, comenzando con la menos temida. Practicar en una situación de la vida real para ayudarle a superar sus miedos.

Lo siguiente también puede ayudar a reducir el número o la gravedad de los ataques de pánico:

Comer a horas regulares.
Hacer ejercicio regularmente.
Dormir lo suficiente.
Disminuir o evitar la cafeína, determinados medicamentos para los resfriados y los estimulantes.

Cómo manejar un ataque de pánico:

Los ejercicios de respiración y relajación: Estos se deben hacer sobre una base diaria.  Trate de respirar siempre lenta y profundamente, centrándose en la inhalación y la exhalación.

Ejercicio: Se recomienda ejercicio diario para disminuir los niveles de ansiedad y aumentar la oxigenación en el cuerpo.

Evite los estimulantes en su dieta: cafeína, el alcohol, el chocolate, los medicamentos, y algunas drogas ilegales pueden dar lugar a ataques de pánico, incluso para las personas que utilizan estas sustancias en una base diaria.

Reconocer las señales: Usted puede ser capaz de identificar los factores desencadenantes personales. Si usted piensa que no puede soportar estar en un metro lleno de gente, es probable que no pueda.

Re -estructura sus pensamientos negativos: Trate de racionalizar lo que está sucediendo durante el ataque, tratar de ser positivo, sabe su ir un problema temporal y usted va a estar bien.

Pida ayuda: Busque ayuda profesional. Los amigos pueden ser un posible apoyo, sin embargo especialista en salud son más conscientes de lo que está sucediendo.

Enfrentar los problemas y tratar de hablar de esto con un terapeuta o consejero, existen medicamentos que pueden aliviar los síntomas.

No te avergüences, que no está solo.  Todo el mundo sufre de ansiedad extrema y el miedo de vez en cuando.

Cuándo contactar a un profesional médico
Solicite una cita cuando los ataques de pánico están interfiriendo con su trabajo, las relaciones interpersonales o la autoestima.

Prevención

Si usted tiene ataques de pánico, evite lo siguiente:

El alcohol
Estimulantes como la cafeína y la cocaína
Estas sustancias pueden desencadenar o empeorar los síntomas.

Recomendación 

Afrontar el pánico requiere tiempo y paciencia para redefinir las actitudes frente al miedo extremo para enfrentarse al miedo y no evitarlo. Una de las estrategias que mejor ha funcionado consiste en la aplicación de diez reglas para afrontar una crisis de pánico:

  • Recuerde que lo que siente no es más que la exageración de las reacciones normales al estrés.
  • No es ni dañino ni peligroso, solo desagradable. Nada peor puede pasar.
  • No añada pensamientos alarmantes sobre lo que está pasando y lo que podría ocurrir.
  • Fíjese en lo que le está pasando a su cuerpo ahora, no en lo que usted teme, en su mente, que podría llegar a ocurrir después.
  • Espere y deje que pase el temor. No luche contra él. Acéptelo.
  • Cuando deja de pensar cosas alarmantes, el temor se extingue por sí solo.
  • Recuerde que lo principal es aprender a afrontar el miedo, no a evitarlo. Es una gran oportunidad para progresar.
  • Piense en el progreso que ha hecho hasta ahora, a pesar de las dificultades. Piense en lo satisfecho que estará cuando supere este momento.
  • Cuando empiece a sentirse mejor, mire alrededor y piense lo que puede planear para hacer después.



Madre Controladora

Cuando el amor de Mamá es tu peor enemigo

Ser madre es un privilegio, sin embargo, sobreproteger a los hijos al grado de asfixiarlos psicológicamente, es entrar en una vía que produce hijos infelices e inmaduros.

El ser madre es algo esperado y anhelado por muchas mujeres, que ven en dicha posibilidad una forma de auto-realización. No hay nada malo en la expectativa de ser mamá. El problema se suscita cuando algunas mujeres no entienden que su rol de madre no les da derecho a castrar psicológicamente a sus hijos al grado de no permitirles crecer y desarrollarse adecuadamente como personas.

Una madre posesiva

Las madres que consideran que sus hijos son su propiedad personal y lo creen literalmente, son personas psicológicamente enfermas que tarde o temprano dañarán, algunas de manera irremediable, a sus hijos e hijas limitándolos en sus capacidades de maduración y desarrollo.

Madres Castradora

Desde el psicoanálisis, donde ha surgido el concepto, Françoise Dolto las denomina "engendradoras de neurosis familiares". Es razonable pensar en este concepto, dado los resultados que se observan en la vida familiar cuando hay madres posesivas, envolventes y dominantes.

La lucha entre ser madre equilibrada y razonable, y la de amar patológicamente a un ser humano al grado de no dejarlo crecer, es probablemente producto de una sociedad que ha sacralizado el rol de la madre, pero sin enseñarles a las mismas cómo serlo de manera equilibrada.

Jorge Gómez Lencina, en su libro La mujer, casi Dios señala precisamente la dificultad que tienen las mujeres, que honestamente quieren cumplir su rol de manera adecuada, con esa carga que le asigna la sociedad de ser "súper madres".

Resulta difícil conjugar la tarea de parir (por lo tanto la tendencia de considerar al hijo como verdaderamente suyo), con la responsabilidad de formar (a un individuo que tiene que partir). La tendencia a considerar al hijo, como un bebé permanente, es muy alta en madres posesivas.

El destete no sólo debe ser a nivel físico mamario, dejar de tomar leche materna, sino que el desapego debe efectuarse también a nivel psicológico y es allí el conflicto que se suscita a la hora de criar hijos de manera equilibrada.


Características de una madre posesiva

 •Procura por todos los medios posibles, lícitos e ilícitos, que sus hijos hagan lo que ella desea. No acepta oposición. Manipula, llora, amenaza o pide compasión, con tal que sus hijos actúen de acuerdo a su voluntad.

•Prohíbe la expresión de sentimientos que supongan algo distinto a lo que ella considera bueno, en ese sentido, es emocionalmente invasiva al "dirigir" la respuesta emocional de sus hijos por el carril que ella supone correcto.

 •De manera consciente o inconsciente, busca la forma que sus hijos la necesiten. Para que eso se logre sus hijos tienen que de alguna forma estar indefensos o tienen que ser protegidos. Lo que busca es protegerlos y cuidarlos, en otras palabras, dejarlos en situación permanente de dependencia.

 •Uno de sus temores es que sus hijos quieran hacer su propia vida, lo que ella considera un acto de rebeldía o de desagradecimiento de parte de sus vástagos. Eso puede durar toda la vida, incluyendo la etapa de adultos. Es la no aceptación del crecimiento de los hijos.

 •Debido a su inseguridad uno de sus miedos más acendrados es que sus hijos amen a otras personas, por eso protagoniza episodios de celos abiertos o encubiertos. Ve con terror la independencia emocional de sus hijos y se convierte en boicoteadora de los mismos. En este caso, habría una "castración" del desarrollo libre del amor y de las emociones.

 •Un elemento a tomar en cuenta es que el entorno suele calificar a estas madres como "sobreprotectoras" , "controladoras", "manipuladoras", "chantajistas" o "asfixiantes", todas expresiones que de un modo u otro reflejan que se está ante la presencia de una persona con un serio problema afectivo.

El mito de "sólo" madres viudas o solteras

Es evidente que este fenómeno se da especialmente entre madres que por una razón u otra tienen que criar hijos solas. Madres solteras, viudas o divorciadas. No obstante, el fenómeno se da también en mujeres casadas y con pareja estable.

En esos casos, son madres con mucha fuerza que monopolizan la relación de pareja y terminan haciendo su voluntad, no sólo en la vida de sus hijos, sino también con sus cónyuges o parejas sentimentales.

Es decir, también se da la presencia de este tipo de madres ante varones pasivos o dominados que han dejado que la relación paritaria o de mutualidad, ceda a un tipo de vínculo desequilibrado donde uno manda y otro obedece.  Se llama "el padre castrado".

En suma, la "madre castradora", protege, cuida, guía, orienta, suple, dirige, pero el precio a pagar es que el hijo o la hija pierde sus alas para volar y debe mantenerse permanentemente atado al nido. Es el pago por el cuidado y ellas lo hacen prevalecer, es la extorsión afectiva llevada a su máxima expresión.

¿Dónde está el equilibrio?

Desde que Sigmund Freud esbozó el concepto se ha publicado mucho al respecto. Cómo ya se señaló en este artículo, es difícil establecer el equilibrio.Probablemente, lo que va haciendo falta en una cultura que ha tendido a sacralizar la labor de la madre, en desmedro del padre, es buscar la manera de educar para que tanto la madre como el padre entiendan que ambos, tienen una función esencial en la formación de un hijo o hija.

La sobre exaltación de la madre provoca que muchos varones se replieguen en su función paterna y se conviertan sólo en proveedores pasivos.

Educar para la paternidad debe incluir el concepto de que la familia emocionalmente sana tiene a una madre y un padre, ocupados en lograr que sus hijos crezcan y vuelen, sin que entre ellos exista competencia, rivalidad o celos. Al contrario, es una tarea conjunta.

Conclusión

Seguirán apareciendo en la literatura y en el cine las imágenes terroríficas de las "madres castradoras", sin duda como reflejo de lo que muchos observan en sus propias madres.

No obstante, es necesario que la sociedad entienda el rol de una madre equilibrada que sustenta, cuida, protege y guía, pero sin considerarse dueña de sus retoños, sino como parte de un proceso normal donde su función es guiarlos, así como hacen las águilas, donde el macho y la hembra, emprenden juntos la tarea de enseñarles a sus aguiluchos a volar para que abandonen el nido.


Fuente:http://alex-psicoclinica.blogspot.mx/2012/08/madre-controladora.html?m=1


domingo, 25 de enero de 2015

El mito de la Cordura: la disociación

Todos hemos sido expuestos a algún tipo de trauma psicológico durante nuestras vidas, y más aún, la mayoría de nosotros desconocemos las nebulosas lagunas que quedan después de dicha experiencia traumática, ya que casi siempre la experimentamos sólo de modo indirecto. [...]

Pero la realidad es que sentimos que estamos locos y nos sentimos un poco tontos cuando de vez en cuando no podemos recordar cosas simples que no deberíamos haber olvidado. (“Un caso de Alzheimer precoz”, bromean algunos, no mórbidamente, pero tampoco a la ligera.)

Sentimos nuestra locura, y a veces sentimos la acelerada sensación de no tener nuestras vidas bajo control. Durante los malentendidos y peleas con nuestros seres queridos, durante las mismas discusiones que han estado atascadas emocionalmente durante años y años. Los conflictos no terminan de aniquilar el amor que sentimos, pero tampoco se detienen. Y como sociedad, nos sentimos incompetentes y desesperanzados cuando reflexionamos acerca del alto índice global de divorcios (más del cincuenta por ciento).

Muchos –demasiados– de nosotros seguimos junto a nuestras parejas con un caparazón que nos aísla de ellas, justo con las personas que deberíamos, teóricamente, conocer mejor. Lo hacemos porque nunca estamos seguros del momento en que nuestro/a compañero/a o esposo/a va a sentirse agraviado/a, permanecerá en silencio, desatará una furia impenetrable cuando suceda algo o cuando digamos algo, y se convierta en un extraño, una persona diferente, alguien quien, con toda honestidad, desconocemos por completo.

O también observamos a nuestros padres a medida que envejecen, y viendo que el tiempo se acaba, ansiamos acercanos a ellos, ser sus amigos. Pero cuando pensamos en intentarlo, nuestros pensamientos se alejan de nosotros como venados asustados que corren hacia la espesura del bosque, y al siguiente instante, nuestra mente se encuentran en otro lugar, y pensamos en cómo ha aumentado el precio de la gasolina, en el memorando que debemos entregar en el trabajo, en una mancha en la alfombra, etc.

A muchos de nosotros nos resulta difícil, y algunas veces imposible, permanecer en una sola “modalidad”, ser constantes y reconocibles, incluso para nosotros mismos. Uno de los ejemplos más comunes de esta experiencia es el que consiste en retornar a “casa”, a la casa de nuestros padres. Después de una visita familiar, lo que notamos con más frecuente, ya sea que lo guardemos en secreto o que se lo comentemos a amigos, es: “me vuelvo una persona diferente. No puedo hacer nada al respecto. Sencillamente no puedo. De pronto vuelvo a tener trece años.” Somos ya adultos y quizás nos creamos muy sofisticados. Entendemos cómo deberíamos actuar, qué tendríamos que decir a nuestros padres. Tenemos planes. Pero a la hora de implementarlos, no lo logramos porque de pronto en realidad dejamos de estar ahí, presentes. Niños necesitados y descontrolados se apoderan de nuestro cuerpo y pasan a actuar por nosotros. Hasta que abandonamos nuevamente nuestros "hogares", somos incapaces de ser nuestro “verdadero” Yo.

Tal vez lo peor de todo, a medida que pasa el tiempo, es que a veces sentimos que nos estamos volviendo insensibles, que hemos perdido algo, cierta vitalidad que solía estar ahí. Al casi mencionar esto a los demás, notamos cómo aumenta nuestra nostalgia por nosotros mismos. Tratamos de recordar la exuberancia, o inclusive la alegría que solíamos sentir. Pero que ahora no podemos hacerlo. Misteriosamente, y antes que podamos entender qué fue lo que nos ocurrió, nuestra vida deja de estar llena de imaginación y de esperanza, y se convierte en listas de cosas pendientes que cada día intentamos terminar. A menudo sólo somo capaces de percibir un largo camino detallado de obstáculos que conducen a algún lugar al que no estamos tan seguros de querer llegar. En vez de tener sueños, nos protegemos apenas a nosotros mismos. Derrochamos nuestra breve y preciada fuerza vital en el intento por controlar daños.

Y todo eso debido a experiencias traumáticas que tuvieron lugar y acabaron hace mucho tiempo, y que, en la actualidad, han dejado de representar un peligro real. ¿Cuál es el proceso que nos lleva eso? ¿Cómo puede ser que los sucesos aterroradores de la infancia y la adolescencia que deberían haber terminado años atrás se las ingenien para enloquecernos y alienarnos de nosotros mismos en el presente?

Paradójicamente, la respuesta yace en una función mental perfectamente normal que se denomina disociación, una reacción común a todos los seres humanos cuando se ven enfrentados al miedo y al dolor extremo. En situaciones traumáticas, la disociación nos permite separar el contenido emocional –aquella parte de “nosotros mismos” que siente- de nuestra consciencia presente. Al desconectarnos así de nuestros sentimientos, tenemos mayores posibilidades de sobrevivir a la situación traumática, de hacer lo que debemos y de sobrellevar un momento crítico en el cual, de lo contrario, nuestras emociones obstaculizarían el camino. La disociación permite que una persona observe el evento traumático casi como si fuera un espectador, y esa exclusión de la emoción fuera del pensamiento y de la acción –la perspectiva del espectador– bien puede ayudarnos a no sentirnos profundamente abrumados profundamente en el momento en cuestión.

Por lo general, nuestro modo de expresar una reacción disociativa moderada –después de un choque automovilístico, por ejemplo– sería decir “sentí como si estuviera observándome a mi mismo mientras me sucedía. Ni siquiera estaba asustado/a”.

La disociación durante el trauma puede adoptar diversas formas; es una función de supervivencia. El problema surge más tarde, mucho después de que el acto haya acabado, puesto que la tendencia a desconectarnos de la realidad permanece intacta. Nuestros miedos del pasado nos entrenan a ser disociativos, a sentirnos seguros y tomar vacaciones psicológicas fuera de la realidad cuando ésta nos aterra o nos duele demasiado. Pero luego, esas vacaciones mentales pueden acecharnos en momentos en que no las necesitamos, o cuando no deseamos admitir su presencia ni reconocerlas. Sin razón aparente, huímos de nosotros mismos, del mismo modo en que se escabullen de sí mismos nuestros seres queridos, y estas ausencias psicológicas ocultas provocan caos en nuestras vidas y en nuestras relaciones interpersonales. [...]

El trauma genera cambios en el cerebro...El cerebro psicológicamente traumatizado alberga excentricidades inescrutables que lo hacen sobreactuar –o desvariar, para ser más precisos– frente a las realidades de la vida actual. Estos desvaríos neurológicos tienen lugar porque el trauma influye profundamente en la secreción de neurohormonas que reaccionan ante al estrés, tales como la norepinefrina. Dichas hormonas, por tanto, producen a su vez un efecto sobre varias zonas del cerebro relacionadas con la memoria, en especial la amígdala y el hipocampo.

La amígdala recibe información de los cinco sentidos a través del tálamo. Le añade un significado emocional y la retransmiten al hipocampo. Según cuán importante sea información, establecida por la amígdala durante su “evaluación”, el hipocampo se activa en mayor o menor grado para organizar la nueva información recibida y la integra a los datos ya existentes y relacionados con eventos sensoriales similares. En condiciones normales, el sistema consolida los recuerdos de manera eficiente, agrupándolos según la prioridad emocional que les atribuya. Sin embargo, un estímulo hormonal extremo (por ejemplo, en una situación traumática), da lugar a un colapso nervioso. Cuando el significado emocional registrado por la amígdala es abrumador, el hipocampo no se activa lo suficiente, lo cual hace que no organice de manera útil una parte del influjo traumático, ni lo integre a otros recuerdos. Por consiguiente, ciertos aspectos del recuerdo traumático son almacenados no como parte de un todo, sino como imágenes sensoriales y sensaciones corpóreas aisladas sin ningún referente temporal o espacial, y separadas de eventos.

A esto puede sumarse el hecho de que, cuando una persona se ve expuesta a un trauma, el área de Broca -la región del hemisferio izquierdo que procesa la experiencia y la traduce mediante el lenguaje- puede verse totalmente inhibida; Esto genera graves problemas, ya que es así como solemos compartimos nuestras experiencias con los demás, e incluso con nosotros mismos. [...]

Los recuerdos normales se forman gracias a un influjo adecuado de información hacia el hipocampo y la corteza cerebral. Están integrados como un todo y su significado puede verse modificado tanto por experiencias posteriores como por el lenguaje. En contraste, los recuerdos traumáticos incluyen fragmentos caóticos, ocultos lejos de las experiencias subsiguientes. Semejantes fragmentos de recuerdos no tienen asignadas palabras ni lugares, y son eternos. Incluso mucho después de que el trauma original haya sido relegado al pasado, es posible que los registros cerebrales consistan únicamente en fragmentos aislados y anónimos de emoción, imágenes y sensaciones que para el individuo suenan como una alarma descompuesta.

Peor aún, en un futuro, bajo circunstancias similares al trauma original –o tal vez sólo impactantes, cargadas de ansiedad o emocionalmente estimulantes–, se tendrá un acceso más fácil a los fragmentos de recuerdos relacionados con las amígdalas que a los recuerdos más completos que han sido integrados y modificados por el hipocampo y la corteza cerebral. A pesar de que estos últimos recuerdos, más unificados y mejor actualizados, serían más pertinentes en el presente, son los recuerdos de las amígdalas los que están más disponibles, y por ende, la persona “recuerda” el trauma en momentos inapropiados, cuando el peligro existente no deberia alcanzar para que se active semejante alarma. Incluso bajo condiciones de estrés casi insignificante, la persona traumatizada podría sentir que el peligro es inminente, con lo cual en ese momento será asaltada fuertemente por las emociones y sensaciones corporales, e incluso por las imágenes, sonidos y olores que acompañaron otrora a la gran amenaza.

He aquí una ilustración sobre cómo se manifiesta todo esto en la vida cotidiana: una mujer llamada Beverly lee el periódico mientras espera la llegada del tren, sentada en una estación suburbana. El artículo, que trata de un escándalo local, la intriga tanto que por unos minutos olvida quién es. De pronto, se oye el siflido agudo del tren que anuncia su llegada. Tras oírlo, Beverly queda extremadamente impactada. Deja caer la cabeza hacia atrás y pierde el aliento. Se sorprende de haber estado tan distraída y relajada en un lugar público. Le late fuerte el corazón, y en el instante en que se dispone a doblar el periódico, la invaden sensaciones corporales y olores que nada tienen que ver con la estación en esa mañana común y corriente. Si fuera capaz de identificar el olor, lo cual es imposible, lo llamaría “cloro”. Siente que su pecho se contrae repentinamente, como si los pulmones se estuvieran convirtiendo en piedras, y tiene un impulso urgente de abandonar el lugar, de salir corriendo.

En un abrir y cerrar de ojos, pasa a ver el pasado como si fuese el presente tanto a nivel perceptual como emocional. Estos fragmentos de sensaciones y emociones corresponden a los recuerdos procesados por la amígdala, que datan de tres décadas atrás cuando Beverly, durante su décimo verano, volvía a pie de la alberca pública y vio a su hermana menor morir instantáneamente tras haber sido atropellada por un automóvil. Ahora, treinta años más tarde, Beverly vuelve a sentirse así.

En su mente, esas sensaciones y sentimientos no están etiquetados como pertenecientes al recuerdo de aquel horrible accidente. De hecho, no están asociados a nada, porque nunca han estado acompañados de lenguaje. No pertenecen a ninguna narrativa, ningún tiempo o espacio, ninguna historia que Beverly pueda relatar acerca de su vida; son inefables y libres de toda forma.

El cerebro de Beverly contiene, en efecto, un dispositivo de alerta en desperfecto en su sistema límbico, una caja de fusibles que saltan sin ninguna buena razón y declaran una emergencia cuando no existe ninguna.

Para nuestra sorpresa, probablemente Beverly no cuestionará ni recordará esas intensas “advertencias” perceptuales y emocionales, porque al próximo abrir y cerrar de ojos seguramente ya se haya activado en su cerebro una reacción disociativa fuertemente anclada para “protegerla” del “sobrecogedor” recuerdo de su infancia. Quizás se sienta enojada sin razón aparente, o paranoica, o tímida como una niña. O tal vez sienta que ha entrado en un mundo de ensueño, turbo, lejano e imaginario. También es posible que por un rato se desprenda por completo de su “ser” y continúe moviéndose pero sin ser consciente de sí misma. Si esto último llegara a ocurrir aunque sea un poco, recordará así toda su experiencia: “Hoy, camino al trabajo, el tren llegó a la estación –¡y qué ruidoso que es el siflido!– y lo siguiente que recuerdo es que cuando llegó a mi parada.” Puede que incluso le parezca gracioso haber estado tan distraída.

La mayoría de nosotros no prestamos mucha atención a este tipo de experiencias. Pasan casi desapercibidas en nuestra vida cotidiana. Por tanto, no comprendemos cuánto tiempo de nuestra vida diaria gastamos en el pasado, reaccionando a las horas más sombrías que hemos vivido, y tampoco comprendemos cuán escurridizos y agotadores son algunos de esos recuerdos. El pantano de nuestra consciencia fragmentada se vuelve más hondo cuando en el transcurso de nuestra vida, este tipo de reacciones mentales “protectoras” se convierten en un hábito fuertemente arraigado. Estos músculos superdesarrollados pueden hacer que nos ausentemos del presente aun cuando no existe nada que haya evocado los fragmentos traumáticos del recuerdo. Algunas veces, la disociación puede manifestarse cuando estamos simplemente confundidos, frustrados o nerviosos, ya sea que reconozcamos nuestra ausencia o no.

Por lo general, únicamente aquéllos que sufrieron las historias traumáticas más agonizantes se sienten impulsados a descubrir y tal vez a modificar sus ausencias con respecto al presente. Sólo las adicciones, las depresiones mayores, los intentos de suicidio y la ruina psicológica total, frutos de los trastornos por trauma más graves, pueden constituir en algunos casos una motivación suficiente para atreverse a someterse a un nuevo modo de percibir la vida y a cambiar constantemente. Debido al modo en que se organizan nuestras conexiones neurológicas, confrontar los traumas del pasado requiere que uno vuelva a soportar mentalmente todo el terror, con su intensidad original, lo cual da la sensación de que la peor pesadilla se vuelve realidad y que el horror regresa. Debemos ignorar todas las advertencias autoritarias que nos envía el cerebro para evitar que permanezcamos presentes mientras recordamos las emociones dolorosas, y en casos en que la persona ha tenido un pasado extremadamente traumático, este proceso es poco menos que un acto heroico. [...]

Todos los seres humanos somos capaces de disociarnos psicológicamente. No obstante, casi todos lo ignoramos, y consideramos que los episodios “extracorporales” se hallan lejos de los límites de nuestra experiencia normal. La realidad es que las experiencias disociativas le suceden a todo el mundo, y en su mayor parte se trata de eventos bastante ordinarios.

Tome por ejemplo el caso de un hombre totalmente ordinario que entra a una sala de cine absolutamente común y corriente a ver una película famosa. Está despierto, alerta y reconoce el espacio y la gente que lo rodea. Está consciente de que su esposa ha ido al cine con él y que, cuando se sientan en sus asientos, está a su derecha. También sabe que tiene un cono de palomitas de maíz en su regazo. Sabe que el título de la película que ha ido a ver es El Fugitivo, y que el protagonizta es el actor Harrison Ford. Mientras espera que empiece la película, es posible que se preocupe por algún problema que está teniendo en el trabajo.

Luego, se apagan lentamente las luces de la sala, y comienza la película. Veinticinco minutos más tarde, ya ha perdido todo contacto con la realidad. No solamente ha dejado de preocuparse por su trabajo, sino que ni siquiera se entera de que tiene trabajo. Si nos fuera posible leerle la mente, descubriríamos que tampoco cree que está sentado en el cine, aunque esa sea la verdad. Ya no puede oler las palomitas de maíz; algunas caen del cono que ahora deja volcarse un poco de lado, porque ha incluso olvidado sus manos. Su esposa ha desaparecido de su vista, aunque cualquier otro observador vería que sigue sentada unos centímetros a su derecha.

Y sin moverse de su asiento, este hombre corre, corre y corre. No con Harrison Ford, el actor, sino con el fugitivo de la película. Dicho de otro modo, corre con una persona que no existe ni en el mundo real de este hombre ni en el de nadie más. Sus latidos se aceleran mientras escapa de un tren descarrilado que tampoco existe.

Este hombre totalmente común está disociado de la realidad. En efecto, está experimentando un trance. Algunos catalogarán sus percepciones como manifestaciones psicóticas, excepto por el hecho de que una vez terminada la película, regresará casi instantáneamente a su estado mental habitual. Leerá los créditos en la pantalla. Notará que se le han caído algunas palomitas, aunque no recuerde cuándo ni cómo. Dirigirá la mirada hacia la derecha y hablará con su esposa. Y probablemente, le dirá que ha disfrutado la película, del mismo modo en que todos tendemos a disfrutar cualquier tipo de entretenimiento dentro del cual podemos perdemos. Pero en realidad, todo lo que ha ocurrido es que, por un rato, tomó la parte de él que se preocupa por los problemas en el trabajo y demás asuntos “reales”, y la separó de la parte imaginativa de su ser, para que esta última pudiera tomar el mando. Disoció una parte de su consciencia.

Al explicar la disociación de esta manera, la mayoría de las personas pueden notar que a menudo se escapan de modo similar, ya sea en una sala de cine, en el teatro, o cuando leen un libro u oyen un discurso, o inclusive cuando sueñan despiertas. Es ahí cuando el término “extracorporal" o la expresión "salirse del cuerpo” les sonará familiar. Dicho llanamente, bajo ciertas circunstancias, en un espectro que va de las distracciones placenteras o molestas hasta la fascinación por el miedo o hasta el dolor o al horror, un ser humano puede ausentarse psicológicamente de su experiencia directa. Somos capaces de desplazarnos hasta a otro lugar. La parte de la consciencia que concebimos como nuestro propio “Yo” puede desaparecer por unos momentos, horas tal vez, y bajo terribles circunstancias, durante muchos más tiempo. [...]

Los patrones fisiológicos y los principales resultados entre la distracción, el escape, la disociación y el trance son prácticamente idénticos, sin importar el método. Las diferencias entre ellos parecen resultar no tanto de la manera en que la consciencia se divide sino de cuán seguido y por cuánto tiempo nos vemos forzados a mantenernos divididos. [...]

Observe a unos niños jugar, y se dará cuenta que los niños son especialmente "talentosos" a la hora de disociarse. Con la intención de jugar, un niño es capaz de hacerse a un lado en un segundo, y de convertirse en alguien o en algo más, o en muchas cosas al mismo tiempo. La realidad es aún más plástica durante la niñez. Se pretende que los juegos son reales y maravillosos y absorbentes. Queda claro para cualquier observador atento que los niños normales se regocijan ante su habilidad superior para salirse de sur propio “ser” e ir a otro lugar o convertirse en otra cosa. La nieve no es fría. El cuerpo no está cansado, aun cuando está a punto de desmayarse.

Dado que los niños tienen tanta facilidad para disociarse incluso en condiciones normales, cuando se enfrentan a una situación traumática, les resulta muy simple dividir sus consciencias en diferentes fragmentos y, con frecuencia, durante períodos prolongados. Esconden así el Ser o lo echan a un lado. De más está decir que esta reacción es útil, necesaria e incluso positiva para un niño traumatizado. De hecho, el estado disociado, lejos de ser disfuncional o descabellado, tal vez le salve la vida. [...]

Esta estrategia de adaptación sólo se vuelve disfuncional más tarde, cuando el niño ha crecido y ya no está cerca del trauma original. Una vez que el trauma original deja de formar parte del presente, las reacciones disociadas prolongadas ya no son necesarias. Pero al ser sido aplicadas intensamente a lo largo de los años, esta estrategia protectora acaba por desarrollar una suerte de gatillo sensible. El adulto en quien se ha convertido el niño ahora manifiesta reacciones disociativas bajo niveles de estrés que probablemente no provoquen disociación en otra persona. [...]

En los orígenes de la especie humana, el recién nacido promedio tenía posiblemente las mismas probabilidades de sobrevivir que una tortuga marina recién nacida que se desplaza sobre la arena en una playa llena de gaviotas. Nuestro pasado lejano estpa repleto de hostilidad. Nuestros cuerpos y nuestros cerebros fueron forjados con el calor de llamas blancas, y todavía en nuestros tiempos, en vísperas de un nuevo milenio, seguimos siendo el producto de esos comienzos remotos.
Del mismo modo que las tortugas bebé, en el pasado tuvimos que concentrarnos seriamente en la tarea de sobrevivir. Pero a diferencia de las tortugas, nuestra evolución nos permitió convertirnos en criaturas complejas, cognitivamente astutas, capaces de formar representaciones mentales, conscientes de la posibilidad de padecer lesiones, dolor y muerte. Comprendíamos los peligros reales y muchos otros riesgos potenciales. Reflexionábamos, planeábamos, soñábamos, y sentíamos miedo. Por obvias razones, nuestros poderosos cerebros nos fueron de gran ayuda en el momento de tratar de sobrevivir a los peligros de nuestro planeta. Y por razones menos obvias, nuestros complejos cerebros también representaron una desventaja. A modo de analogía, imagine que una tortuga de pronto tomara consciencia de que, de un momento a otro, la gaviota puede aplastarle su pequeño caparazón y arrancarle la carne. ¿Qué sucedería si esta repentina toma de consciencia hiciera que el pequeño reptil quedara paralizado de terror en su ruta hacia el mar en lugar de seguir escapando despreocupadamente? Sería instantáneamente devorado, por supuesto. Nunca tendría la oportunidad de desovar sus propios huevos.

Por este motivo es que el razonamiento es tanto una bendición como una maldición en lo que concierne a la supervivencia. Incluso los animales, cuando perciben a un predador en las cercanías, reducen su campo perceptual y han demostrado tener una capacidad muy útil de analgesia frente a situaciones de ataque. Los seres humanos hemos logrado disminuir el efecto de la maldición de poseer una consciencia más avanzada mediante diversas capacidades disociativas sofisticadas que, con frecuencia, nos permiten actuar de manera eficaz bajo circunstancias aterradoras.[...]

Nuestra fuerza mental ante circunstancias petrificantes es normal. ¿Pero qué tan normales son las circunstancias desesperantes en sí? Al comienzo de un nuevo siglo, ¿qué tan frecuentes son, en realidad, los monstruos que acechan a los seres humanos? ¿Cuántos de ellos todavía están aquí, en la era tecnológica? He aquí la respuesta, aunque les advierto que no les sentará bien:

Hoy en día, con frecuencia los rostros de los monstruos son diferentes. Pero seguimos viviendo en un mundo que asalta la consciencia de todos los niños. El hecho de que por lo general no nos veamos como seres traumatizados forma parte de un tributo al espíritu humano.

El abuso infantil... no es sino un comienzo, aunque según el Comité Nacional para Prevenir el Abuso Infantil (National Committe to Prevent Child Abuse), cerca del cuarenta y siete por ciento de los niños estadounidenses son como víctimas del maltrato infantil, de acuerdo con los registros de nuestras distintas agencias de protección al menor. Según cifras más conervadoras, ya sea de casos reportados o no, el 38 por ciento de las niñas y el 16 por ciento de los niños son abusados sexualmente antes de cumplir los dieciocho años.

El hecho de que los niños presencien escenas violentas es una característica integral de nuestras vidas. Tan sólo en Estados Unidos, el presupuesto de gastos médicos generado por la violencia familiar alcanza entre tres y cinco mil millones de dólares al año. Fuera de casa –en un estudio de la Asociación Estadounidense de Psicología (American Psychological Association)– con niños en edades de primero y segundo grado de primaria en Washington, D.C., el 45 por ciento declaró haber presenciado robos, el 31 por ciento dijo haber presenciado tiroteos y el 39 por ciento afirmó haber visto cadáveres.

Pero en cifras mucho más elevadas que las de estas estadísticas se encuentran los niños totalmente ordinarios, provenientes de familias que no son violentas ni viven en el centro de la ciudad. Incluso los niños que no sufren abusos intencionales, o los que no están expuestos directamente a crímenes, presencian los arranques de furia y peleas entre sus padres dentro de sus hogares, y tienen acceso a la cobertura mediática de los crímenes más horrendos y de los eventos más sanguinarios. Concretamente, la lista de los eventos que atacan nuestra consciencia y que son presenciados incluso por los niños más protegidos es extremadamente extensa: accidentes graves, choques automovilísticos, la enfermedad y la muerte de seres queridos, el miedo hacia la burla de sus pares o la realidad de esta misma, procedimientos médicos petrificantes, batallas devastadoras por obtener la custodia, predicciones acerca de la extinción nuclear o de la destrucción ambiental, y lecciones macabras sobre cómo huir de ese “extraño” cuya llegada los padres temen constantemente.

Luego debemos reflexionar acerca de otras situaciones más graves, tal como, por empezar, la vulnerabilidad básica que representa el hecho de vivir en un cuerpo humano –el inevitable dolor corporal, y para algunos, la pérdida de algún miembro del cuerpo debido a la enfermedad, a un accidente o a trastornos genéticos. O, a modo de otro ejemplo, la lucha cotidiana de familias distribuidas por todo el mundo que temen por su bienestar emocional y físico debido a características inmutables tales como la raza o la etnia.

Vivimos dentro de cuerpos frágiles en un mundo hostil, especialmente duranta la infancia, y si nos detuviéramos para realizar el recuento de nuestras experiencias, descubriríamos que a pesar de que sólo algunos de nosotros hemos sido abusados, nadie está completamente exento, ni siquiera en plena era tecnológica.

Hasta ahora he hablado específicamente del trauma psicológico, y no del peligro o del daño en general. ¿Cómo definimos el trauma psicológico? ¿Qué clase de situaciones y eventos son traumáticos, en contraste con los que sólo son dolorosos o aterradores?

Una de las definiciones mayormente aceptadas y más útiles es la formulada por Alexander McFarlane y Giovanni De Girolamo, de la Universidad de Adelaida, Australia, y del Departamento de Salud Mental de Bologna, Italia, respectivamente. Al escribir acerca de la distribución y de los factores determinantes en las reacciones postraumáticas en distintas poblaciones humanas, McFarlane y De Girolano hacen notar que, en lugar de ser solamente aterrorizantes o dolorosas, las situaciones traumáticas son además “eventos que violan el modo en que solemos atribuir sentido a nuestras reacciones, estructurar lo que percibimos en el comportamiento ajeno, y crear un marco de trabajo para interactuar con el mundo en general. En parte, todo eso está determinado por nuestra habilidad para anticipar, protegernos y conocernos a nosotros mismos”.

En otras palabras, una persona que ha sobrevivido a un grave incendio en su vecindario puede sentirse perturbada pero no traumatizada, ya que la forma en que ve el mundo y a los demás no ha sido afectada, y porque se siente capaz de hacerles frente; y es igualmente posible que otra persona quede traumada a causa de un incendio al confudirlo con ideas sobre lo que puede sucederle, y porque el fuego la obliga a confrontarse a su propia impotencia.

Por definición, un evento traumático, ya sea objetivamente trágico o no, abre un pasillo en la mente que nos lleva a temer nuestra impotencia y la posibilidad de morir. Un factor de estrés traumático es abrumador no por ser necesariamente colosal -los observadores pueden no percibirlo como tal-, sino porque posee un cierto significado para la persona que lo vive.

Imaginen a dos paracaidistas. La paracaidista A lleva muchos años practicando este deporte. La paracaidista B, en cambio, está por saltar de un avión por primera vez en su vida. En el momento en que acostumbra hacerlo, la paracaidista A tira del hilo para abrir el paracaídas. No se abre. Está sorprendida, ya que al ser una paracaidista con experiencia, cree que su paracaídas debería haberse abierto. Deberá verificar nuevamente su trabajo una vez que haya puesto los pies en la tierra. Pero sabe que cuenta con un paracaídas de emergencia para casos como este. Deja pasar otros treinta segundos, mientras disfruta de la caída, y después activa el paracaídas de emergencia, que se abre inmediatamente.

La paracaidista B, cuando llega el momento de abrir el paracaídas tal y como se lo han enseñado, ruega que todo salga bien. El paracaídas no se abre. No puede creer que eso le esté sucediendo. Piensa que está al borde de la muerte. Se imagina cayendo en picada sin poder hacer nada para evitarlo, y comienza a gritar, pero el viento se traga el sonido. Durante aproximadamente treinta segundos, ve cómo vida pasa delante de sus ojos y lucha por encontrar su paracaídas de emergencia. Finalmente, activa el dispositivo de emergencias, y el paracaídas se abre inmediatamente.

Para la paracaidista A, éste ha sido tan solo un salto más. Para la paracaidista B, fue un evento traumático, que tal vez le traiga años de pesadillas y recuerdos que la invadirán. Para cualquier observador, se trata de dos escenas más o menos idénticas. Para las participantes, poseen dos significados totalmente diferentes.

El significado es lo importante. Es el factor que determinará si se abre o no el pasillo mental hacia la impotencia y la muerte, o si permanece cerrado y lo ignoramos, como sucede por lo general. Y el significado que atribuimos al evento amenazador está determinado, en parte, por “nuestra capacidad para anticipar el peligro, protegernos, y conocernos a nosotros mismos”, como lo describirían McFarlane y De Girolamo. Cuanto más seamos capaces de anticipar lo que puede sucedernos a continuación, más sentimos que podemos protegernos; cuanto más nos conocemos en general a nosotros mismos, más inmunes somos contra el trauma ante situaciones aterradoras o dolorosas.

Existe un conjunto extremadamente grande de personas que casi no poseen en su historial ejemplos de haber anticipado eventos, además de ser prácticamente incapaces de protegerse, y con apenas un conocimiento mínimo de sí mismas. Se trata de los niños, claro. Debido a su falta de experiencia en este mundo, los niños reciben traumas con mucha más frecuencia que nosotros, los adultos. Ciertas circunstancias que apenas logran generar una poco de ansiedad en los adultos pueden inspirar fácilmente un terror de vida o muerte en los niños, ya que todavía no han creado un “marco propio para interactuar con el mundo en general” que pueda serles útil. Este déficit pasajero es una de las connotaciones más fuertes y peligrosas detrás de la expresión: “inocencia infantil”. […]

Llegados a la adultez, son raras las veces en que podemos apreciar fuimos inocentes durante nuestra infancia. Una personita tiene que aprenderlo todo, literalmente: tengo diez dedos; el agua está mojada; mis juguetes caen hacia abajo y no hacia arriba. ¿Y qué es este planeta en el que he aterrizado, por cierto?

Una persona con tantas preguntas sin respuesta es tierna y receptiva como una flor por la mañana. También está a nuestra merced, y en peligro.

Como si eso no fuese lo suficientemente difícil para los jóvenes, las capacidades cognitivas inmaduras durante la temprana edad dificultan, y a menudo imposibilitan, la tarea de narrar en forma articulada lo sucedido durante el evento amenazador una vez que ya ha tenido lugar. Un niño pequeño no puede reflexionar y dar sentido a un episodio traumático, lo cual le permitiría relatarlo coherentemente a alguien que estaría en condiciones de ayudarlo a describir lo ocurrido con palabras y significado. Hasta la desafortunada paracaidista principiante puede comprender lo que le sucedió, ordenarlo en su mente, y descargarse contándole los treinta segundos más terribles de su vida a los demás, aunque al principio lo haga de manera algo obsesiva. Tal alivio no existe para un niño pequeño, quien seguramente sufrirá en silencio las secuelas de un trauma y recordará su experiencia con emociones y reacciones corporales, más que con palabras.

Por lo tanto, la triste verdad es que incluso los buenos padres, cariñosos y protectores, pueden ignorar por completo ciertas experiencias sufridas por sus hijos. A eso se suma el hecho de que los adultos tendemos a minimizar el terror que viven los niños, inclusive cuando conocemos las causas. Eso se debe al simple hecho de que para la gente con más experiencia y conocimiento acerca del mundo, dichas causas pueden parecer insignificantes. Para un niño, es terrible ver a un lobo comerse a Bambi; para un adulto, no es más que otra págin en un libro de cuentos para niños.

Concentrémonos ahora en los niños que no son víctimas del abuso (afortunadamente, la mayoría de los niños no son abusados por sus padres o tutores), y tomemos en cuenta tres traumas recurrentes durante la infancia; eventos que dieron lugar a un trauma, a diferencia de haber provocado solamente daño o susto. Los invitamos a tomarse un momento para observar la vida a través de los ojos de Dylan, un niñito de cinco años que se baja del autobús de la escuela en la parada equivocada; de Amy, una niñita de tres años que es operada de una fisura del paladar; y de Matthew, un niño de nueve años que ve cómo su madre rompe su propia vajilla china:

Dylan comenzó a ir al jardín de infantes el martes pasado. Hoy es miércoles. Es la segunda vez en su vida que vuelve a casa en autobús. Se siente un tanto nervioso por el niño grandote de diez años que está sentado a su lado, extraña a su mamá, y no se siente seguro de saber viajar en autobús. Casi todo lo que ha vivido en el último día y medio ha sido algo nuevo y Dylan está agotado, ansioso por volver a su sofá y mirar sus videos de Quack Pack. Su madre le prometió esperarlo en la parada del bus, igual que como lo hizo ayer. Dylan mira expectante por la ventana mientras el autobús recorre lugares que le parecen poco familiares.

Cuando por fin el autobús se detiene, un grupo de niños se acumulan en malón entre risas y gritos, y mientras se empujan se dirigen precipitadamente hacia la puerta. Bajan en una densa maraña de cabezas y brazos, y Dylan está parado entre ellos, confundido pero luchando por ser un buen pasajero. En la vereda hay algunos adultos. Saludan a los niños, y en cuestión de segundos, el autobús se ha marchado y todos se han ido de la parada.

La madre de Dylan no está allí. Y a medida que la gente aleja tomada de la mano, nadie se da cuenta de que este niñito de cinco años ha quedado solo. A Dylan ni siquiera se le ocurre llamar la atención de la gente. Está demasiado nervioso, y además, no los conoce. Se queda allí un rato parado, esperando que su madre venga a buscarlo. A lo lejos ve algo parecido a una pequeña estatua al borde de la calle, pero luego se convierte en camión gigantezco que toca la bocinas, y le pasa muy cerca, tras lo cual Dylan se tambalea y se apoya sobre unos árboles. Mira alrededor y decide que es mejor esconderse hasta que su madre llegue.

Se sienta bajo un olmo, oculto detrás de un pequeño terraplén. Estira las piernas y se recuesta contra el árbol. Su mochila nueva, que todavía tiene puesta, le sirve de almohadón. Se queda ahí sentado con la mirada fija, y comienza a dar golpecitos en el suelo con sus zapatos nuevos. Está asustado, pero sabe que su madre llegará pronto. Se queda allí una media hora, lo que duraría un video de Quack Pack, y luego piensa en lo impensable: tal vez su madre no llegue. Tan pronto como le surge ese pensamiento, siente el frío y la humedad; se le retuerce el estómago y se echa a llorar. Pronto, las lágrimas se convierten en un llanto desesperado. Llora inconsolablemente durante varios minutos, hasta que abre la boca para respirar. Luego se le ocurre algo: inhala lo más fuerte posible, se incorpora, y camina cuidadosamente al costado de la calle, mirando a su alrededor por un momento. Después grita: “¡Mami!” y luego, más fuerte, “¡Mami!”.

Dylan se encuentra a aproximadamente un kilómetro de su casa, en un barrio bonito y seguro en los suburbios de su ciudad. Mientras se mantenga lejos de la calle, no corre peligro, y lo sabe. De ambos lado de la calle, ve hogares tranquilos de clase media. En realidad, todo lo que Dylan tiene que hacer es acercarse hasta alguna de las casas y golpear a la puerta. Un adulto saldrá sin duda a recibirlo y llamará de inmediato a su madre. Pero Dylan, de apenas cinco años, no sabe que debe hacer eso. En el poco tiempo que ha vivido en la Tierra, nunca ha golpeado a la puerta de un desconocido. Nunca ha ido solo a casa de extraños. Y en el estado de pánico en que se halla, cree que no hay nadie dentro de esas silenciosas casas, que no son más que otro aspecto de todo lo impersonal y aterrador que lo rodea.

Luego de gritar “Mami” un poco más, se da por vencido y regresa al árbol detrás del terraplén. Sus pantalones están sucios, con la marca del lugar donde se sienta. siente frío en esa noche cálida de septiembre, y tiembla. Susurra “Mami” una vez más, y deja caer algunas lágrimas más por sus mejillas. Después se calma. Se sienta tranquilo bajo el árbol, mientras lo engulle esta trágica situación. Está perdido. Su madre se ha ido. Nunca volverá a hablarle. Nunca volverá a casa.

Permanece así durante otra hora. Comienza a sentir que el mundo está muy lejos, y que él no es más que un punto diminuto que flota en algún lugar de ese turbio espacio gris. Se pregunta, con cierto desapego, si va a morir. Termina por no sentir nada, ni siquiera frío. Con su mochila aún sobre los hombros, se acomoda en posición fetal en el suelo, y su mente se desprende por completo de sí mismo y de lo que lo rodea.

Una hora más tarde, Dylan vuelve en sí cuando su madre se arrodilla apresuradamente a su lado y lo carga en brazos. A su alrededor también hay otros adultos. Sin rasgos de emoción, Dylan dice, “¿Mami?”. Su madre llora y está feliz al mismo tiempo, y no se da cuenta de que Dylan no lo está.

Alguien conduce a Dylan y a su madre a casa. Se sientan en el asiento trasero, donde su madre lo abraza y lo besa una y otra vez, y le dice que todo está bien. Dylan no responde. Cuando llegan a casa, su madre hace algunas llamadas telefónicas emotivas, y luego le prepara una sopa de pollo a Dylan. Al ver que no la toma, le dice una vez más que ya pasó el peligro. Le asegura que de ahora en más, ella misma irá a buscarlo al jardín de infantes. No más autobús escolar. Luego, al sentir que es en vano, le sugiere que se sienten juntos en el sofá a ver unas películas. Lo abraza mientras él mira la pantalla. Dylan no hace ningún comentario, y tampoco se balancea contra los muebles de la manera como suele hacerlo, pero ella sabe que debe estar agotado, y seguramente aún asustado, como ella.

Cuando acaba la película, observa que Dylan está pálido. Espera que no se haya enfermado tras haber estado recostado en el suelo sucio, y le sugiere que vaya a la cama, si bien aún es temprano. Sin protestar, Dylan deja que su madre lo acueste, y adopta una posición fetal.

Cuando imaginamos cómo se llevó a cabo este suceso en la mente de Dylan, vemos que sufre de mucho más que de cansancio y miedo. Está traumatizado. Su modo tan nuevo de ver el mundo y la gente que lo habita acaba de ser violado, y su capacidad para desempeñarse en la vida se ha visto completamente doblegada. A los cinco años, ha imaginado la cara de la muerte, y ha notado cómo uno puede frenar tales imágenes mediante la disociación. Todo esto a pesar de que objetivamente no existió ningún peligro y que la historia ha tenido un final feliz.

Pasemos ahora a la mente de Amy, una niña de tres años que acaba de ser operada.

Sus padres la adoran. Después de nacer, cuando el médico le dijo a sus padres que la niña tenía una fisura en el paladar, ellos se propusieron buscar todos los tratamientos posibles, menos dolorosos y traumáticos para la bebé. Ahora son las dos de la mañana del día siguiente a la operación de Amy, una intervención cuyo propósito consiste en facilitarle el habla. La niña se despierta por primera vez desde que fue operada, en la habitación de un hospital privado, donde ambos padres duermen en una cama plegable a su lado. Pero la habitación está totalmente oscura, y Amy no sabe que sus padres se encuentran allí, y mucho menos dónde está. Aún bajo el efecto de los sedantes, lo último que recuerda es haber entrado en un hospital aterrador, y recibir una inyección. Se pregunta si por casualidad está en su cama. Levanta apenas la cabeza, pero al hacerlo, el cuello le duele mucho. Asoma los brazos, pero se golpea, y nota que a su lado yacen objetos fríos. Asustada, vuelve a meter los brazos bajo las sábanas y permanece inmóvil. Por suerte, como está oscuro Amy no ve la aguja pas las tranfusiones que tiene clavada un su antebrazo izquierdo.

Más tarde recuerda que le dijeron que la operarían y que debería quedarse en el hospital. Le dijeron que dormiría en una cama allí. Pero recordar esta información no la ayuda. Se asusta más y más. ¿Por qué está tan oscuro? ¿Es de noche? En su casa duerme con la luz encendida. Quiere prender la luz y ver a su madre. Intenta llamar a su “Mami”, pero todo lo que surge de sus labios es un sonido suave y casi imperceptible, nada que se parezca a un ‘Mami’. Y por alguna misteriosa razón, le duele intentar hablar.

Deja de intentar hacerlo, y vuelve a quedarse quieta. Es ahí cuando comienza el verdadero. Algo bastante desconocido para Amy, la medicación analgésica está perdiendo su efecto. Dentro de unos cincuenta minutos, una enfermera entrará a la habitación y administrará un calmante; pero esos cincuenta minutos pasarán muy despacio para Amy. El dolor comienza a esparcirse tanto por su boca y su cabeza que la pobre niña no puede soportarlo. ¿Qué le está sucediendo? ¿Por qué le duele tanto la cabeza? Las lágrimas corren por su rostro y ruedan como cataratas hasta sus orejas. La habitación está oscura; no puede ver nada. Y está sola.

Permanece lo más quieta posible e intenta comprender. ¿Qué problema tiene? ¿Qué le dijeron Mami y Papi acerca de lo que tenía? Recuerda que varias veces le dijeron algo sobre su boca, su ‘paladar’. ¿Qué es eso? No puede recordarlo. Pero lo que sí recuerda es que no es como los demás niños. Tiene algún defecto. Recuerda que tiene un grave defecto.

El dolor se intensifica, y Amy se pregunta si no estará muriendo, tal y como cuando pusieron a dormir a Winston en la veterinaria. Quizás Mami y Papi la dejaron allí de la misma manera en que lo hicieron con Winston. Él tambipen tenía un problema. Intenta llamar nuevamente a sus padres, pero no sale ningún sonido de su boca, sino más dolor. A esta altura siente tanto dolor que apenas logra respirar. Se sumerge en sumente y observa el dolor. Es una luz brillante que se intensifica a medida que la observa. Al cabo de uno o dos minutos, Amy siente como si su cuerpo hubiese desaparecido y lo único que queda es la luz.

Para cuando llega la enfermera para suministrarle un calmante, tal y como estaba previsto, a Amy le ha bajado la temperatura hasta treinta y seis grados. Dado que la niña permanece inmóvil, la enfermera cree que está durmiendo y la cubre suavemente con otra manta. Luego, se da cuenta que Amy tiene los ojos abiertos. Habiendo prometido a sus padres que les avisaría si la niña despertaba, la enfermera enciende la luz y los despierta dulcemente. Los padres se levantan de un sobresalto. La madre observa que la cara y el pelo de su pequeña están húmedos, y se pregunta preocupada si ha estado llorando.

Después toma la mano de Amy y le susurra al oído, ‘Mami y Papi están aquí, cariño. La operación ya se acabó. Estuviste genial. Todo está bien’.

Otro final feliz. Los padres de Amy se la llevaron pronto a su casa, donde continúan cuidándola con mucho cariño.

Pero Amy nunca les hablará acerca de sus cincuenta minutos de calvario; a esta niñita de tres años le faltan palabras para poder expresarlo. Y sus padres nunca le pedirán que se los cuente, ya que desde su punto de vista, nada malo ha ocurrido.

Por último, viajemos hasta el mundo interior del pequeño Matthew, de nueve años, cuyos padres resentidos y disgustados suelen pelear a gritos en su casa. Dichas peleas son mayormente verbales, pero para Matthew son extremadamente aterradoras, a pesar de la ausencia de violencia física. Le preocupa que su familia se separe. Se pregunta qué le deparará el destino si eso sucede. Y como es común en los niños, cree que, de alguna manera, todo debe ser su culpa.

Su madre es especialmente violenta e impulsiva. Cuando se enoja, parece otra persona. Se le desfigura la cara y cierra los puños, dando la impresion de que desea asesinar a alguien. De hecho, cuando pelea con su esposo, tiene la costumbre de decirle que algún día lo matará. Cada vez que Matthew escucha esas palabras, se siente vacío y paralizado.

En esta noche particular, el padre de Matthew se ha ido de la casa en su auto, en medio de otra disputa exaltada. El acongojado Matthew se ha estado escondiendo en su habitación, aparentando ver la televisión. Cuando escucha a su padre irse, baja en puntas de pie hacia la cocina para verificar el estado de las cosas. Su madre se encuentra allí, de frente a la pileta de la cocina, con sus manos sobre el borde. Sus hombros se alzan, y murmulla malas palabras. Matthew decide volver a su habitación, pero antes que pueda irse, su madre se arremolina y comienza a gritar las mismas maldiciones a viva voz. Le tiembla todo el cuerpo. Observa los alrededores de la cocina por un momento, hasta que sus ojos se posan sobre un gran jarrón chino, una de sus más preciadas posesiones. Mientras Matthew mira aterrorizado, ella toma el jarrón y lo lanza contra la pared. El jarrón se destroza, diseminando pedazos de vidrio roto por todo el suelo.

Luego, se da cuenta que Matthew está ahí. Dice, “Hola, hijo. Mira esto”. Y con Matthew como testigo estupefacto, abre las puertas de vidrio del armario que contiene la vajilla de oro china de su casamiento, y procede a lanzar los platos, uno por uno, contra la pared, como si fueran discos. Finaliza cada demolición con un epíteto, por ejemplo “¡Ese gusano!” No mucho tiempo después, hay una gran montaña de vajilla china arruinada sobre el piso de la cocina. Cuando todos los platos se han acabado, se sienta a un lado del desastre que ha hecho y llora.

Temblando visiblemente –ya que su madre parece letalmente fuera de control– Matthew agarra una escoba y una pala e intenta reestablecer un poco el orden. Deposita toda la vajilla china rota en tres grandes bolsas de papel.

Luego de un rato, su madre se calma, y le agradece.

A la mañana siguiente, cuado Matthew sale de la cama y comienza a vestirse, recuerda infelizmente que anoche sus padres habían tenido otra pelea. Cree que su padre se fue en plena pelea, pero no está seguro. Matthew no recuerda haber bajado las escaleras luego de escuchar a su padre salir. No tiene memoria de la debacle acontecida en la cocina. Cree que se pasó la noche mirando TV en su habitación, pero por algún motivo, no recuerda que vio.

Matthew se dirige a la escuela deprimido por la pelea, pero nunca recordará la escena que lo abrumó por completo, y que causó su eliminación progresiva. Y sus padres nunca prestarán atención a su ser psicológico, ni le preguntarán como está haciendo frente a su tumultuoso grupo familiar. Ellos tienen demasiados problemas.

Dylan, Amy, y Matthew han atravesado situaciones que la mayoría de los adultos, viéndolo desde afuera, lo describirían como "malas," o "atemorizantes", o quizás "desagradables". Pero para los niños, estos eventos fueron más que malos; fueron traumatizantes. Estos tres niños no fueron abusados deliberadamente…pero sus jóvenes sistemas de significados fueron violados, y sus limitadas estrategias auto-protectoras fueron probadas hasta el punto de falla. Sin embargo, brevemente, se abrió un corredor hacia la aniquilación en cada nueva alma. Pero ni Dylan ni Amy ni el Matthew de nueve años tendrán, de adultos, memorias inteligibles de los episodios traumáticos en sus vidas. Cuando crezcan, si alguien tiene la oportunidad de preguntarles si sufrieron de niños, ellos –como la mayoría de nosotros– responderán con un confiado “No, por supuesto que no”.

Estos son ejemplos de traumas primarios que pasan desapercibidos en las vidas de niños comunes, no abusados, provenientes de barrios bonitos en el mundo desarrollado. Es lo suficientemente perturbador. Pero de modo escalofriante, el trauma posee un segundo mecanismo incluso más encubierto. Puede afectar a niños y adultos directamente, como en un trauma primario, o puede funcionar por cuenta ajena, hacer un largo y sigiloso salto desde la mente de una persona hacia la de otra, a través del espacio y el tiempo. El trauma secundario, de clase vicaria, es un término comúnmente utilizado por psicoterapeutas, para referirse al hecho de que una persona (tal como un psicoterapeuta) puede empezar a mostrar síntomas significativos de estrés postraumático meramente por escuchar una y otra vez las historias de experiencias traumáticas de otras personas (tales como pacientes traumatizados). El trauma secundario ocurre silenciosa y penetrantemente en las vidas de aquellos que no son psicoterapeutas y quienes no tratan a pacientes traumatizados, por la simple razón de que en un mundo donde tantos niños nunca han dormido en un colchón, la miseria extrema humana no está excluida de ninguno de nosotros.

En 1993, la Federación Internacional de la Cruz Roja y la Sociedad de la Creciente Roja señalaron en el Informe de Desastres Mundiales que en el cuarto de siglo entre los años 1967 y 1991, desastres en varios lugares alrededor del mundo terminaron con la vida de siete millones de personas, y afectaron directamente a otras tres mil millones. En el mismo informe, la Cruz Roja estimó que, entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y 1991, cerca de 40 millones de personas murieron en guerras y conflictos, nuestros desastres interminables generados por el hombre.

Ciertamente, observándolo con frialdad objetiva, estamos exhaustos como especie.

Si nos alejamos un poco del mundo desarrollado, encontramos que más de un quinto de la población mundial todavía vive en extrema pobreza, y la expectativa de vida en algunos de los países menos desarrollados es de cuarenta y tres años. Al menos mil millones de personas en nuestro planeta sufren de hambre crónica, y un niño muere de desnutrición cada cuatro segundos. La Organización Mundial de la Salud informa que la mitad de la humanidad todavía no posee acceso al tratamiento de enfermedades comunes y a las medicinas más fundamentales.

En términos de espacio y tiempo, no estamos muy lejos de niveles similares de sufrimiento humano, aunque rara vez reflexionamos sobre este hecho. Si se compara la historia de la humanidad con el tiempo transcurrido en una hora, el denominado mundo desarrollado apenas posee una vida de pocos segundos. Muchos de nuestros bisabuelos, e incluso abuelos, vivieron sus vidas en condiciones que nosotros consideraríamos insoportables.

El horror común está a solo dos o tres generaciones detrás de nosotros y en algunos lugares, ni siquiera detrás de nosotros. El Holocausto es una memoria viviente. Otros proyectos de genocidio étnico están siendo perpetuados mientras se escriben estas palabras. Y muchos de nosotros hemos escuchado las historias, generalmente cuando éramos niños, y por lo general provenientes de quienes nos preocupamos. Para algunos, los relatos eran sólo sucesos intrascendentes. Pero para otros, las historias se trataban de sobrevivir al hambre diariamente, o a la guerra, o al campo de concentración.

Uno de los ejemplos más conmovedores del trauma secundario que he conocido involucra a una mujer que visitó a varios terapeutas a causa de una pesadilla vívida. Esta pesadilla interrumpía su sueño cada noche, dejándola crónicamente exhausta. Magda, de cuarenta años, era la nieta de un físico Polaco, cuya hija, la madre de Magda, emigró a los EEUU justo después de finalizada la Segunda Guerra Mundial. Cuando abandonó Europa, la madre de Magda era la única sobreviviente de una gran familia diezmada en los campos.

El padre de Magda era un físico norteamericano, y a cuya madre conoció poco después de su llegada, cuando todavía era estudiante. Según relatos de su padre, la niñez y adolescencia de Magda, transcurrida en un lugar idílico en el oeste de Massachusetts, había sido financieramente privilegiada; y gracias a su madre, había sido tratada gentilmente y cuidada obsesivamente.

“Las reuniones de salón siempre eran un gran evento. Ella siempre iba a la peluquería, incluso de muy pequeña”.

De adulta, Magda mantuvo bien largo su cabello castaño, y lo llevaba invariablemente en forma de 
trenza francesa.

Cuando le pregunté a Magda si había sido traumatizada, respondió, “No, por supuesto que no. Nada de eso”. Pero de cierta manera, dada su considerable inteligencia y sus distinguidos antepasados, Magda no había estado a la altura de las aspiraciones que su familia esperaba. De niña, quería ser doctora, como su padre y su legendario abuelo. En cambio, abandonó la Universidad de Harvard en su primer año, y pasó más de dos décadas atrapada por su pesadilla, sufriendo intermitentemente de una gran depresión, y pasando desapercibida como enfermera auxiliar.

“Es la historia que me contó mi madre”, explicó tristemente, “excepto que no es mi madre. Soy yo”.

“¿Eres tú? Quieres decir, ¿eres tú en el sueño?”

“Sí. Es lo que le sucedió a mi madre, sólo que me está pasando a mi. Una y otra vez, cada noche”.

“¿Tu madre te ha contado una historia de lo que le sucedió en la guerra?”

“Oh sí, varias veces. Siempre la misma historia sobre el campo”. “¿Qué edad tenías cuando escuchaste la historia por primera vez?”

“No lo sé realmente. No recuerdo. Debo haber sido muy pequeña”.

“¿Y tu sueño es siempre el mismo?”

“Siempre el mismo. Siempre igual de malo. Estoy con muchas personas en una especie de fila extensa. Estoy desnuda, y tengo mucho frío. Alguien me empuja al suelo y veo que le hablan a mi madre y a mi padre. Yo grito ‘¡Madre!’ pero alguien me golpea fuerte. Me levanto gritando. Me despierto gritando cada noche”.

“¿Esto es exactamente lo que tu madre te ha contado que le sucedió?”

“Sí, exactamente….excepto, bueno, excepto que ella no era una niña pequeña, y en mi sueño, yo soy una niña pequeña”.

“Es terrible. Cuando te despiertas gritando a causa del sueño, ¿qué haces?”

“Me levanto y camino por mi departamento. Prendo todas las luces, y toco algunas cosas. Toco el gran sofá y las suaves cortinas. Toco los números del teléfono de la cocina, cosas así. Necesito cosas que me traigan al aquí y ahora, o algo. El sueño es tan real. Y luego de hacer eso durante un rato, creo que empiezo a ponerme realmente entumecida. Ya no asustada por el sueño, en cambio me siento un tanto insensible. Me despierto en el sofá muchas veces por las mañanas.

Magda era atormentada por su sueño cada noche de su vida, y nuestro progreso en la terapia era extremadamente lento.

Mientras todavía era joven, había jurado no convertirse en madre. Durante una sesión, cuando le pregunté el porqué, respondió sin demoras que el mundo era demasiado peligroso para los niños.

“Pero tu vives en Nueva Inglaterra”, dije, “y la Segunda Guerra fue hace mucho tiempo”.

“Tienes razón, por supuesto”, respondió. Pero luego apartó la vista, y se quedó mirando una silla vacía del otro lado de la habitación.

(Marta Stout, The Myth of Sanity; El Mito de la Cordura)

Comentario: Esperamos que les haya interesado y servido esta cita. Si tomamos consciencia de nuestro grado de disociación e intentamos curar las heridas de nuestra infancia, podemos volvernos capaces de evitar disociarnos en situaciones en que nos vemos amenazados, y luchar por nuestro destino. El psicópata narcisista sabe muy bien que si dice o hace ciertas cosas, nos hará disociar, inhibiendo así nuestra capacidad de defendernos correctamente. Sabe también que una vez disociados, no seremos más capaces de ver su manipulación objetivamente, ya que por dentro estaremos reviviendo inconscientemente un episodio reprimido, totalmente desconectados del momento presente.

Cuando más se conoce uno a sí mismo, menos susceptible se vuelve a la infelicidad provocada por el trato injusto del psicópata. Y a eso se añade la capacidad de hacer frente a muchísimas otras situaciones, y a no vivir esclavos de nuestro trauma. Es difícil confrontar las emociones del pasado, pero quien lo hace, descubre que ese dolor se transforma luego en liberación.