La empatía es la capacidad del ser humano de sentir con el otro, es decir de ponerse en su lugar y comprender lo que el otro siente. Es una cualidad del sentimiento, es un vehículo, un lenguaje que articula la emoción del otro y la mía. La empatía tiene que ver, lógicamente, con el apego y la propia capacidad de establecer vínculos sanos (no distorsionados) con los demás, vínculos basados en lazos de amor, entrega, respeto y bienestar. También tiene que ver con cierto sentimiento de capacidad personal, es decir con la capacidad de hacerse cargo, de contener el sentimiento de otro momentáneamente. Si uno no se sostiene y ama a sí mismo, difícilmente podrá sostener amorosamente a otro.
Para practicar la empatía es necesario, además, no confundirse con el otro y no confundir al otro con uno mismo. Esto significa que la empatía requiere de un “yo” que comprenda a un “tu” con respeto, sin intentar cambiar la realidad de sus sentimientos, sin minimizarlos ni hacerlos más grandes de lo que son, simplemente aceptándolos tal cual son.
Se ha dicho que los niños, hasta los tres años aproximadamente, no son capaces de vivir empáticamente con su prójimo. Y bajo este supuesto, no se les supone capacidad de comprender el ánimo de los demás, ni sus sentimientos, conflictos, penas y alegrías.
Pero resulta que, paradójicamente, el pequeño dispone en esta etapa de su vida de una herramienta mucho más potente que la empatía para conocer lo que los demás sienten.
La empatía está sujeta a un lenguaje que el niño no maneja.
Sin embargo nuestros hijos, antes de aprender a hablar, hablan y comprenden un idioma universal, que es ese que abarca todo lo que no expresamos con palabras. Este idioma, que nosotros ya casi hemos olvidado, se nutre de registros sutiles de todas aquellas cosas que suceden, se alimentan de lo fundamental, de la esencia, de la sustancia que vertebra todo nuestro discurso posterior. Por eso, los niños lo entienden todo. Porque ellos hablan el lenguaje de lo verdadero, de lo que ocurre, sin disfraces ni camuflajes, sin escisión, sin el discurso lógico que nos contamos a nosotros mismos dejando algunos aspectos en la luz y otros en la sombra. Es el lenguaje de lo total, el punto medio donde confluye lo que se dice y lo que no se dice. Es la comprensión más allá de la empatía (donde hay un yo y un tu), un saber que se incorpora, que se asimila a su emoción y que fluye a través de su gran capacidad afectiva.
Es cierto que los niños menores de tres años difícilmente practican la empatía tal y como la he descrito más arriba. Porque la estructura psíquica y fundamentalmente afectiva del niño menor de tres años tiene unas características propias que la hacen relativamente incompatible con este concepto que llamamos empatía.
Para empezar, el niño de momento no se vincula tanto como “es vinculado”, es decir que el pequeño “es” porque existe en el campo emocional de una madre y padre que le nombran. Su interés por el mundo es relativo y forzosamente transcurre por el mapa del universo materno. El lenguaje emocional del niño, el vehículo de sus propias emociones, son las emociones y el territorio afectivo de la madre (y el padre por extensión), de modo que el interés por los demás se escribe con la misma caligrafía que utiliza la madre para este fin, los mismos códigos, pues son compartidos y el pequeño vive en ellos.
De este habitar en la casa afectiva de la madre nace y crece lo que hemos llamado apego. Por tanto, el germen de la empatía se encuentra en las primeras relaciones madre-padre-hijo (como tríada) y la calidad de éstas. Esa comprensión total del pequeño hacia lo que sucede a su alrededor y especialmente en los corazones de los que le rodean, evoluciona de la mano de estos vínculos de apego hacia el nacimiento de un yo y, con él, el nacimiento del lenguaje “yoico” (más allá de mamá y papá) , que necesitará primero para nombrarse a sí mismo y después para nombrar el resto de las personas y cosas que van configurando su universo.
La empatía, por tanto, tiene un precedente de fuerza inigualable, que es la capacidad del niño de leer entre líneas, de hablar sin palabras, de comprender sin explicaciones, de sentir sin fronteras entre ellos y los demás. Esta capacidad explica cosas tan complicadas como el miedo y la preocupación de nuestro hijo cuando mamá tiene dolor de muelas, su cooperación y generosidad cuando el hermanito pequeño llora desconsolado, su enfado y rabia cuando papá se siente frustrado, el perdón que nos regala cuando nos vive culpables o su necesidad de acercarse a nuestra soledad.
La empatía es, sencillamente, el poso que dejan tres años de intensa participación emocional de su entorno: no menospreciemos nunca la capacidad de un niño pequeño de sentir lo que sienten los demás. No menospreciemos, en cualquier caso, su capacidad de sentir.
Fuente:http://atraviesaelespejo.blogspot.mx/2008/11/empata.html
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